La primera >revolución industrial puso en evidencia que la libertad de contratación —una de las mayores conquistas de la revolución liberal de Francia de fines del siglo XVIII— no servía a los propósitos de la igualdad de oportunidades de los trabajadores porque esa libertad era aprovechada discrecionalmente por los patronos para imponer sus condiciones en el contrato laboral sin que ellos pudiesen resistir, dada su penuria económica.

El principio de la “igualdad ante la ley” —tan apreciado por los revolucionarios franceses— conduce necesariamente a la injusticia cuando se lo aplica a desiguales. Eso es lo que ocurre en el campo laboral. Siguiendo al sacerdote y jurista francés Jean-Baptiste Lacordaire (1802-1861), podríamos decir que, en este campo, la libertad oprime y la ley libera. Por eso el Estado se vio forzado a intervenir en la contratación laboral para tutelar los intereses de los trabajadores y evitar los abusos de los empleadores. Para ello formuló un orden legal —el Derecho del trabajo— que no puede dejar de mirar al hombre en sus reales condiciones de fortaleza o debilidad económica y que busca tutelar al débil frente al abuso real o potencial del fuerte. No cabe “libre contratación” entre fuerzas dispares. No puede someterse al trabajador a la trágica disyuntiva de escoger entre las cláusulas propuestas por el patrono o el hambre. Por eso el contrato de trabajo impone condiciones que las partes no pueden eludir. Es un contrato dirigido y tutelado. Un contrato en que los trabajadores no pueden renunciar a sus derechos porque éstos son irrenunciables por mandato de la ley. Su naturaleza es diferente de los convenios civiles o mercantiles. No es un contrato de compraventa de servicios personales ni el salario es el precio de ellos. La fuerza de trabajo no es una mercancía sometida a la ley de la oferta y la demanda.

Durante dos mil años, a partir del Derecho romano, la fuerza de trabajo estuvo sometida a la libre contratación del Derecho Civil. El salario y las condiciones de trabajo se fijaron de común acuerdo entre las partes, consideradas en igualdad jurídica. La negociación entre el empleador y el obrero estaba sometida al principio civil de la “autonomía de la voluntad”, o sea a “la libre facultad de los particulares para celebrar el contrato que les plazca y determinar su contenido”, como dicen los juristas chilenos Arturo Alessandri y Manuel Somarriva en su “Derecho Civil”. En tales condiciones, la suprema ley en la contratación del trabajo era la voluntad de las partes. Fue con el advenimiento del Derecho Social que se independizó y cobró autonomía el Derecho Laboral y que la vida del trabajador, su fuerza de trabajo, su dignidad, su salud y su bienestar dejaron de considerarse como una mercancía de libre negociación.

El Derecho Laboral es el conjunto de normas referidas a los trabajadores dependientes, no a los trabajadores autónomos. Son normas que rigen el trabajo para otro, a cambio de un salario y bajo relación de dependencia. Existen muchas modalidades de trabajo. El trabajo autónomo, es decir el que se realiza por cuenta propia, no está sometido a las normas laborales. Son los trabajadores dependientes, que entregan su fuerza laboral a un patrono y que prestan sus servicios bajo sus órdenes, quienes están sometidos a esta normativa jurídica. Pero no es simplemente que trabajan para otro sino que están sometidos a una relación de dependencia de aquel otro al que prestan sus servicios.

El desarrollo de la contratación colectiva estuvo íntimamente ligado al avance de los >sindicatos y del >sindicalismo que, tras centenarias luchas, se impusieron como instancias de defensa de los derechos de los trabajadores organizados. Pero no fue ésta una brega fácil. Durante una dilatada etapa de la historia los sindicatos estuvieron prohibidos por la ley y sus impulsores fueron implacablemente perseguidos. Los primeros sindicatos fueron clandestinos. No obstante, los obreros, venciendo todas las prohibiciones legales y las resistencias patronales, se coligaron en defensa de sus intereses. Durante la segunda mitad del siglo XIX el sindicalismo se expandió en Europa al ritmo de la industrialización. En Inglaterra las trade unions fueron legalmente reconocidas a partir de 1871. En Alemania en 1881. Y desde aquel tiempo las asociaciones de trabajadores, bajo diferente orientación ideológica —marxista, anarcosindicalista, socialista, socialdemócrata, laborista, demócrata-cristiana—, ocuparon un lugar muy importante en las luchas obreras.

La convención colectiva de trabajo siguió un camino semejante. En 1904 las legislaciones ginebrina y australiana regularon la contratación colectiva. Francia lo hizo en 1906, Suecia en 1910 y Noruega en 1911. La Constitución de Weimar en Alemania, promulgada el 11 de agosto de 1919, elevó a categoría constitucional las normas sobre el tema. Italia, en víspera del advenimiento del >fascismo, incorporó a su legislación la figura jurídica del contrato colectivo. Los Estados Unidos de América, en los años del new deal del presidente Franklin D. Roosevelt, expidieron la Wagner Act que reguló esta forma contractual. El primer Estado latinoamericano en aceptarla fue México con su Ley Federal del Trabajo de 1931. Y el ejemplo mexicano fue seguido por varios países de América Latina.

El contrato colectivo es un mecanismo muy eficiente para que los trabajadores puedan alcanzar mejores condiciones laborales. La fuerza del grupo, en un frente unido de negociación, lo consigue. Como bien dice el profesor chileno Francisco Walker Linares, en su obra “Nociones Elementales de Derecho del Trabajo”, el contrato colectivo contiene cláusulas “que los obreros o empleados aislados jamás hubieran podido obtener, ni siquiera se habrían atrevido a solicitar”.

El contrato colectivo —precedido de una negociación igualmente colectiva— se celebra por escrito entre uno o varios sindicatos de trabajadores y uno o varios estamentos patronales con el objeto de establecer las condiciones en que deben prestarse los servicios laborales. Las condiciones mínimas las señala la ley pero el contrato se propone mejorarlas. Es un contrato bilateral pero no individual. En él se suele acordar la duración de la relación laboral, el monto de los salarios, las jornadas de trabajo, los días de descanso y vacaciones, la limpieza y sanidad del lugar de trabajo, la capacitación y adiestramiento de los trabajadores, su inamovilidad, indemnizaciones por despido intempestivo, accidentes de trabajo, procedimiento de solución de las controversias y todas las demás condiciones de la prestación de los servicios laborales. Condiciones que, en lo que sean aplicables, se extienden a todos los trabajadores que laboran en las empresas contratantes, aunque no sean miembros del sindicato.

Uno de los efectos más importantes de este tipo de convención laboral es que los contratos individuales de trabajo que se celebren posteriormente entre el mismo patrón y sus trabajadores han de incorporar obligatoriamente las condiciones mínimas establecidas en el pacto colectivo. En este sentido, él tiene un cierto carácter normativo sobre los ulteriores contratos individuales de trabajo.

El contrato colectivo es revisable por voluntad de las partes y puede terminar, entre otras causas, por el mutuo consentimiento de ellas.

Dr. Rodrigo Borja Cevallos