Por: Dr. Juan Pablo Aguilar
Consultor Hacia la Seguridad-Imperio de la Ley

La dispersión es, sin duda, la característica fundamental de la legislación administrativa ecuatoriana; de ella se desprenden otras (confusión, obsolescencia, contradicción), que dan como resultado un conjunto de normas en el que la falta de claridad en las reglas de juego y la carencia de procedimientos claros y definidos, nutren la inseguridad jurídica.

Las particularidades propias de la historia de nuestro Derecho Administrativo son las que explican esta dispersión.

Un poco de historia

Una de las primeras leyes que se promulga en el Ecuador, a poco de separarse éste de la Gran Colombia es, precisamente, la de Régimen Político de los Departamentos, dictada por la Convención de Riobamba el 28 de septiembre de 1830 para regular la organización administrativa y distribuir las atribuciones entre los funcionarios departamentales y provinciales; a partir de ella se dictaron trece leyes de régimen administrativo, la última de ellas codificada en 1960 (Suplemento del Registro Oficial 1202, de 22 de agosto) y sobre cuya vigencia aún se discute.

Todas estas leyes tuvieron como denominador común el limitarse a regular la organización administrativa de las instituciones del Estado; fueron, en la práctica, los orgánico-funcionales de la administración pública, pues las normas procedimentales que en ellas se incluyeron fueron escasas y aisladas y nunca llegaron a configurar un verdadero procedimiento administrativo. Este hecho es muy decidor y revela el carácter de nuestro ordenamiento jurídico administrativo.

El Derecho Administrativo es, sí, el derecho que regula la organización de la administración pública; pero es, sobre todo, el que brinda a los ciudadanos los instrumentos necesarios para proteger sus derechos frente a las posibles arbitrariedades de la administración. Desconocer esto refleja una concepción acerca del gobierno y de la autoridad que está muy alejada de los presupuestos básicos del Estado de Derecho y, en el caso ecuatoriano, nos muestra a las claras que las estructuras constitucionales adoptadas por el país a partir de la independencia, no pasaron de ser un barniz que cubría una mentalidad autoritaria que el fin de la Colonia no hizo desaparecer.

El Ecuador adoptó las instituciones democráticas más en sus formas que en sus contenidos; la independencia mantuvo inalterable la manera de entender la relación entre el gobierno y los ciudadanos, que siguió sujeta al esquema colonial de patrón-siervo, en el que el primero manda y el segundo obedece, el primero ejerce el poder y el segundo debe resignarse a cumplir lo que se le ordena; esto hace que, en la medida en que el sistema no funciona sobre la base de los derechos y la igualdad de oportunidades, sino a partir del favor y la concesión, la actividad administrativa sea concebida, no como la prestación de un servicio, sino como una forma de ejercicio del poder en la que participan, cada uno a su nivel y con una parcela de dominio sobre los demás, desde el Presidente de la República hasta los funcionarios colocados en el último lugar de la estructura jerárquica.

Aún hoy, pese a los indudables avances que ha habido en la materia, la noción de Estado de Derecho pugna por salir de los límites del papel en el que está escrita la Constitución, pues los ecuatorianos no la perciben como propia ni asumen su condición de ciudadanos; los intereses siguen primando sobre las reglas de juego objetivas y el afán de salirse con la suya prevalece sobre el respeto a las normas básicas de la convivencia.

Esta falta de una cultura de Estado de Derecho ha incidido negativamente en el desarrollo del Derecho Administrativo ecuatoriano y explica la escasa atención que se le ha prestado en los programas de enseñanza universitaria y la exigua bibliografía nacional sobre la materia (hasta hace no muy poco, los administrativistas ecuatorianos eran abogados que, fundamentalmente por haber prestado sus servicios en el sector público, habían aprendido en la práctica las instituciones y los principios de esta rama del derecho).

En el Ecuador, solo a partir de las reformas constitucionales de 1905 se crea una jurisdicción contencioso administrativa, que se asigna al Consejo de Estado. Sin embargo, la existencia de un órgano encargado de decidir sobre las cuestiones contencioso administrativas no significó que el recurso fuera efectivamente utilizado por los ciudadanos; si bien convendría confirmarlo revisando los informes de labores del Consejo de Estado, al parecer la tarea de este último como tribunal contencioso administrativo fue mínima, cuando no inexistente.

El Tribunal Fiscal, creado en 1959 mediante Decreto Ley de Emergencia 10, publicado en el Registro Oficial 847, de 19 de junio, fue el primer tribunal contencioso administrativo que funcionó efectivamente; la Constitución de 1967 mantuvo ese Tribunal y creó otro, con el nombre de Tribunal Contencioso Administrativo; un año después se publicó en el Registro Oficial 338, de 18 de marzo, la Ley 35, de la Jurisdicción Contencioso Administrativa, que estableció un procedimiento judicial claro y detallado, muy superior a las insuficientes regulaciones que hasta entonces contenía la Ley de Régimen Administrativo.

Uno de los problemas que debieron enfrentar los autores de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa fue la falta de un procedimiento en sede administrativa, falta que trataron de suplir con la inclusión de artículos como el 59 (nulidad de actos y procedimientos administrativos) y el 76 (no suspensión de actos administrativos), que pese a no referirse a temas propios del procedimiento judicial, resultaban indispensables para el funcionamiento de la nueva jurisdicción.

La expedición de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa coincidió con el inicio de un período caracterizado por una considerable multiplicación de normas relacionadas con la administración pública. Para enfrentar este proceso de crecimiento se contaba con recursos jurídicos más bien limitados. A inicios de la década del setenta, a más de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa, la legislación administrativa del Ecuador se reducía a la citada y ya para entonces anticuada Ley de Régimen Administrativo, que como hemos dicho se limitaba a organizar la estructura de los ministerios y demás instituciones públicas y nada o casi nada decía sobre temas fundamentales, como el procedimiento administrativo; una Ley de Licitaciones que regulaba de manera limitada y embrionaria la contratación administrativa; y una Ley de Servicio Civil y Carrera Administrativa. Obviamente, temas del Derecho Público que habían tenido especial desarrollo contaban con regulaciones propias: tributos, finanzas públicas, régimen seccional; todo esto, a más de las inevitables normas dispersas para el funcionamiento de varias instituciones del Estado.

Derogatoria tácita, un problema

La expansión del sector público nos sorprendió sin un cuerpo legal desarrollado en el ámbito del Derecho Administrativo. Las instituciones jurídicas, por eso, se fueron creando a la medida de las situaciones concretas que se trataba de normar y de los problemas que se pretendía solucionar. Así, no hay un procedimiento administrativo general, sino tantos procedimientos como materias son objeto de regulación o, peor aún, como instituciones se van creando; cada servicio público cuenta con regulaciones propias y diferenciadas; el tratamiento que se da a cada una de las instituciones del Estado es de una variedad y una falta de estructura notables (instituciones públicas, privadas con finalidad social o pública, semipúblicas, autónomas en todas las variedades posibles, etc.); el alcance del sector público y la forma de clasificar a sus instituciones, difiere de una ley a otra.

Si a esta dispersión normativa sumamos el abuso legislativo de la reforma y la derogatoria tácitas, el panorama empeora notablemente. En otras palabras, rara vez se estudió qué leyes había que reformar o cuáles debían ser derogadas para que no se opongan a las nuevas que se promulgaban; bastaba con incluir un artículo final que daba a la nueva norma el carácter de especial y la hacía prevalecer sobre todas las generales o especiales que se le opusieran.

El resultado es un conjunto incoherente de leyes dispersas que responden a estructuras constitucionales ya sustituidas o que se derivan de enfoques sobre la administración pública que han sido ya dejados de lado; un laberinto de normas que se contradicen entre ellas y cuya vigencia misma, en muchos casos, puede ser puesta en duda.

De esta manera, el terreno para la inseguridad jurídica está abonado, con los evidentes perjuicios que ello ocasiona, no solo a los ciudadanos, sino también a la propia administración.

El tema de los procedimientos da un buen ejemplo de lo dicho. Pero el problema no termina aquí, pues si de lo que se trata es de presentar una demanda ante la Función Judicial por actos de la administración, hay casos en los que no está claro si se debe acudir ante el juez común o ante el contencioso administrativo.

Discrecionalidad administrativa

La falta de normas claras, organizadas y coherentes, deja un amplio margen para la discrecionalidad administrativa, en la que cada funcionario actúa según su leal saber y entender. Pero esto es probablemente lo menos grave, pues la discrecionalidad mal utilizada genera arbitrariedad, y esta arbitrariedad acaba triunfando frente a los derechos del ciudadano, ante la falta de instrumentos y procedimientos claros para defenderlos. Es el destino de las actas firmadas por autoridades públicas con los dirigentes de los paros colectivos; el cumplimiento oficial de los compromisos concertados en las actas, se resuelve con un nuevo paro, pues inexisten procedimientos legales para demandar su cumplimiento, que posibilite deducir acciones tutelares a la Función Judicial. No solo eso, la inseguridad normativa hace que los funcionarios públicos teman decidir, por el peligro de que su forma de entender la norma no sea compartida por sus superiores o por los órganos de control; lentitud y parálisis administrativas se convierten así en cosa de todos los días, acompañadas de no pocos casos de corrupción que nacen, precisamente, de la posibilidad de resolver un tema en uno u otro sentido, de atenuar las consecuencias de una norma o de dar tratamientos diferentes a situaciones similares.

Nuevo ordenamiento jurídico

La solución no puede provenir de una simple promulgación de nuevas normas. Esto es necesario, sí, pero es indispensable tomar en cuenta que los nuevos ordenamientos jurídicos se asientan sobre los que les preceden y, en consecuencia, deben no solo proponer novedades sino, sobre todo, tomar en cuenta la forma en que estas últimas se contradicen con las normas vigentes y, en consecuencia, deben reformarlas o derogarlas expresamente, y no a partir del fácil expediente de la reforma tácita, que puede facilitar el trabajo pero genera dudas y, en muchos casos, genera más problemas de los que pretende resolver.

Si hemos caracterizado a la legislación administrativa ecuatoriana como dispersa, desactualizada, incongruente e incompatible con las nuevas realidades constitucionales, la solución a los problemas que ello genera pasan por la construcción de un cuerpo normativo único, ordenado y coherente.

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