El metus y la nulidad del matrimonio canónico

Autor: Dr. José Giner

El miedo es el efecto causado por
la violencia en el ánimo del per­judicado, aunque muchos autores lo desligan de
la violencia y lo conside­ran como un capítulo autónomo. Es ya clásica, la
definición, que encon­tramos en el libro IV del Digesto[1]
Instantis vel futuri periculi causa, mentis trepidatio: perturbación del ánimo
proveniente de un peligro in­minente o futuro. El metus es una aportación del
derecho romano, pero tu­vo poca relevancia en el ámbito jurídico, pues cuando
se daba en los nego­cios jurídicos, no los anulaba, por la consideración de que
la voluntad, aún coaccionada, permanecía con un margen de libertad de acuerdo
al aforis­mo: quamvis si liberum esset noluissem, tamen coactus volui[2].

Dice Pietro Boníante, el ilustre
romanista: «La voluntad puede ser viciada por violencia material o moral.
La violencia moral consiste en amenazas hechas a la persona para inducirla a
consentir y también a una parcial realización de aquellas. Sobre la violencia
moral se puede decir que no excluye absolutamente el querer. El acto se realiza
por temor de verse cumplida la amenaza, pero se ha querido consentir»[3].

Los conceptos -violencia y miedo-
tienen una cierta conexión. En cuanto al primero, el sujeto paciente se
encuentra totalmente coaccionado y su acto de voluntad inexistente, de ahí que
el derecho natural, regula­dor de los actos humanos en general, lo declare
enteramente nulo. Tam­bién el derecho positivo canónico lo sanciona: según el c
125/1: «se tiene como no realizado el acto que una persona ejecuta por una
violencia exte­rior, a la que de ningún modo se puede resistir». No
obstante la vis abso­luta no suele darse normalmente en el derecho matrimonial
porque el contrayente presta el consentimiento ante el sacerdote y dos
testigos, que se opondrían ante una grosera coacción física, por ej.
obligándole a dar un pretendido sí, inclinando la cabeza forzadamente.

Queda, por tanto, como única
figura relevante, la del miedo por cuyo influjo, la persona es coaccionada
moralmente por otra, que le lle­vará a asentir, cuando en verdad su veredicto
es negativo.

En este caso, el matrimonio sería
nulo, no por el supuesto de miedo, sino por una causa interna que impide
determinarse voluntariamente. De hecho estaríamos ante una anomalía del
consentimiento, figura harto distinta del miedo. El derecho natural exige que
el consentimiento de los novios sea un verdadero acto humano. Un acto libre y
consciente evaluando el cómo y el por qué, sin ninguna intimidación.

El matrimonio es un consorcio
para toda la vida, con una serie de obligaciones en el campo jurídico, familiar
y moral de enorme trascen­dencia. Hay que vivir la fidelidad, la
indisolubilidad, acceder al ius in corpus para procrear; todo ello demanda que
el sujeto que se compromete a vivir aquellos deberes lo haga con total
libertad, que como principio ge­neral sanciona el Código de derecho canónico en
el c 125/2: «El acto rea­lizado por miedo grave injustamente infundido o
por dolo es válido a no ser que el derecho determine otra cosa» y añade
que «puede ser rescindido por sentencia del juez». Es evidente que el
pacto conyugal ?de por sí indi­soluble? no puede ser cancelado por ningún juez
humano, pero si el consen­timiento está viciado por miedo, lógicamente aquel
pacto es nulo.

Así, el c. 1.103 plantea aquellas
condiciones, por las que el miedo puede anular el pacto conyugal. Se insiste en
la invalidez de un consentimiento prestado por miedo, no tanto por la injuria
referida a las partes que contraen, cuanto al hecho de mantener siempre
incólumes la libertad y la espontaneidad humanas en negocio tan grave como es
el matrimonio, y que la Iglesia defiende con todo vigor.

Como referencia con la
legislación ecuatoriana, el art. 1499 del Código civil declara que la
«fuerza no vicia el consentimiento, sino cuan­do es capaz de producir una
impresión fuerte en una persona de sano jui­cio, teniendo en cuenta su edad,
sexo y condición». El derecho canónico hace un fino análisis psicológico
para diferenciar la fuerza del temor. Piénsese además que el temor reverencial,
-que de hecho suele ser leve­tiene una seria repercusión en el consentimiento
matrimonial, frente a la concepción del código ecuatoriano que no le da ninguna
importancia como vicio del consentimiento. Cfr. art. 1499, in fine[4].

Volviendo al derecho canónico, el
metus invalidante presenta una serie de requisitos regulados por la ley. Al ser
un supuesto subjetivo -por­que se adentra en el animus del sujeto- debe
calcular cuidadosamente cuando el miedo alcanza tales características, que
puedan viciar verda­deramente el consentimiento. Todos los códigos señalan
requisitos, pero esto se hace más evidente en el pacto conyugal canónico, que
debe equili­brar, por una parte la presunción de que siempre se debe favorecer
al ma­trimonio -el principio favor matrimonii- con la exigencia de la estabi­lidad
conyugal, como aserto de derecho divino, resellado una vez más por el Concilio
Vaticano II. En la Gaudium et Spes, No. 48, se lee: «Esta íntima unión
como mútua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exige
una plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble uni­dad»

II. Requisitos del miedo como perturbador del consentimiento

El miedo, como elemento
perturbador del consentimiento se da en muchas situaciones jurídicas. En
nuestro caso, no basta el hecho de cons­tatar un cierto temor, sino que es
preciso puntualizar en concreto unas ca­racterísticas que concurren con el
miedo, para que sea relevante en el ám­bito matrimonial.

a) Miedo extrínseco

En una sentencia coram Mattioli[5]
al definir los requisitos del miedo, se lee: «un miedo injustamente
inferido e inferido verdaderamen­te ab extrínseco, o sea por una causa
libre». Esta palabra ab extrínseco indica que ha de ser un miedo que proviene
del externo del sujeto, desde fuera, no desde el interior anímico, creado
artificialmente con tintes sub­jetivistas por la persona. La razón es dara: los
matrimonios, en general, se contraen con un cierto temor interior, cuyo nivel
sería imposible de contabilizar. Quien se casa, siempre tiene una cierta
presión, pues teme sobre los valores del otro cónyuge o duda de si le ama
verdaderamente o si no obró influido excesivamente por el interés familiar,
etc. La lista se­ría interminable. Para dejar en claro el concepto extrínseco
hay que ser taxativos: una causa libre una persona, por tanto, que lo infunde
de un modo positivo y deliberado-en otra persona.

El miedo se produce en el
interior del sujeto -a diferencia de la fuerza que siempre es algo exclusivamente
externo- pero provocado por aquella realidad externa y libre. Por ello en una
sentencia se exige» que el paciente conozca al amenazante o por lo menos
tener constancia de su índole personal y violenta; de lo contrario sólo
existiría una vana apre­hensión del temor»[6].
Frente a este requisito de extrínseco, se considera el miedo ab intrínseco, que
es el que procede de una causa externa natural, como es un naufragio, una
tempestad, un incendio, o cualquiera otra cala­midad; también tiene esta
consideración el que proviene de una causa in­terna libre, tal el temor
sobrenatural de un castigo de Dios y que le lleva a contraer para la
tranquilidad de la conciencia; y finalmente aquel miedo que se debe a una causa
interna y necesaria, como el concebido por el estado de pobreza o el influjo de
una enfermedad. Este miedo no lo toma en cuenta el derecho porque no comporta
injuria ni coacción alguna contra el sujeto paciente, ya que no lo produce una
persona. De ahí la ne­cesidad imprescindible en recta razón de que todo miedo
que influya en el consentimiento he de ser siempre ab extrínseco, que como ya
veremos guarda relación con la injusticia.

No obstante, es preciso sopesar
bien el tema de la extrinsecidad en lo que se refiere a un miedo causado fuera
del sujeto, pues la Rota Romana ha ido subjetivando este requisito y dando
relevancia a aquella compul­sión que puede brotar del interior de la persona. En
una sentencia coram Abbo[7]
se habla «de ciertos impulsos y motivaciones externas que pue­den
perturbar de tal forma el ánimo del paciente hasta el punto de con­vertir
aquellos males espirituales en males físicos o morales, si no con­trae».
De modo que el tono del miedo ab extrínseco se descentra ocupando la región de
lo intrínseco, con lo que se resalta el elemento subjetivo.

De un modo similar se centra la
figura de la «sospecha de miedo», como de una probabilidad de mal con
el que directamente se le amenaza, si es que no asiente al matrimonio. Existe
el elemento extrínseco, pero opera ab intrínseco, como sería el caso de un
joven que si elude el matrimonio, más tarde se vería privado de la masa
hereditaria.

Caso aparte lo merece el miedo
causado por temor al pecado o el sufrimiento por la deshonra o remordimientos
de conciencia, que suelen darse en nuestro medio, y que por la «presión
moral» llevarían a contraer un matrimonio. En una sentencia del año 1973,
coram Bruno se lee: «Las amenazas de orden sobrenatural ordinariamente
producen miedo ab in­trínseco porque surgen de un arrepentimiento del
alma»[8].
De forma que si un sacerdote amenaza con las penas eternas a un joven que ha em­barazado
a una menor para que contraiga y aquel lo hiciera no se consi­deraría como
miedo invalidante. Un caso tangencial, pero distinto, sería si el sacerdote
amenaza con su autoridad para forzar el matrimonio, adentrándose entonces en un
temor reverencial, que sí podría anular el matrimonio. En primer caso, no hay
amenaza, sino un efecto que surge del interior del joven; en el segundo cabría
una verdadera injuria o amenaza.

Otro tema nada extraño en nuestro
ambiente imbuido de una pro­funda aura sentimental, es el del miedo por
amenazas de suicidio. La chica o el chico que con tono de tragedia advierte al
otro que si no se casa, se suicidará.

b) Miedo grave

Vemos que no cualquier miedo
anula el matrimonio. Otro requisito concurrente -pues deben darse
conjuntamente- es el del miedo grave. La gravedad implica un mal gravemente
objetivo, que depende en primer término del mal conminado en sí mismo, con
independencia del sujeto. Pero como el metus implica siempre una mentis
trepidatio, una verdade­ra conmoción en el ánimo, no se puede olvidar al
aspecto subjetivo. Par­tiendo de estas ideas, en la valoración del miedo grave
hay que atenerse no sólo a la gravedad del mal inferido y a la seriedad de las
amenazas, sino también a la percepción del riesgo por parte del que lo sufre.

El derecho romano consideró la
gravedad, teniendo en cuenta la calidad de la persona. El Digesto señala como
sentencia de Gayo[9]
que Metum autem non vani hominis, sed qui mento et in homine constaniissimo cadat,
ad hoc edictum pertinere dicemus. La conmoción que perturba el ánimo se mide
por el influjo que causa en el hombre constantissimus: es decir, el de temple,
de valor, que no se arredra ni es fácilmente sugestio­nable, pero no obstante
un miedo calificado de grave, lo conturbaría: así, el peligro de muerte, la
pérdida de la honra o de una considerable ga­nancia, etc. Este miedo se
califica también de absolutamente grave.

Al homo constantissimus se opone
?según el Edicto- el homo vanus, el hombre vano, que no es firme, al que una
amenaza leve es suíiciente para doblegarlo. En este caso también la doctrina
canónica señala un miedo relativamente grave: aquel que hace mella en la
persona teniendo en cuenta la edad, el sexo, el temperamento y la fortaleza de
ánimo, pues queda claro que el amenazado sufre la conmoción ?no por la objetiva
amenaza no tan seria? sino por su propia índole constitucional más débil, lo
que le lleva a sufrir un verdadero miedo.

Para San Raimundo de Peñafort por
homo constans se tiene a aquel que sólo se doblega por males muy graves. Los
recogía en un dístico: cár­cel, muerte, esclavitud, violación, rapto y azotes[10].

También hay que considerar dentro
de la gravedad, la seriedad de las amenazas, dejando aparte el mal objetivo en
sí mismo (perder la vi­da, mutilaciones, menoscabo en la hacienda personal),
pues no es lo mis­mo por ej. la amenaza de muerte proferida por un hombre
violento, con temple militar y capaz de cumplirla, que la que proviene de un
ser débil o anciano. En el segundo caso serían irrelevantes, pero no en el
primero.

Finalmente la persona que recibe
la amenaza ha de percibir la pe­ligrosidad de las mismas y que pueda afirmar
con certeza que aquellas se realizarán si no contrae matrimonio.

(c) Miedo
indeclinable

Nuestro código señala un
requisito muy importante para que el miedo sea eficaz, a saber «que para
librarse del mal alguien se vea obli­gado a contraer matrimonio» (c. 1103,
in fine).

«El miedo ha de ser causa
del contrato ?dice Bernárdez Cantón? Si bien este requisito no está enunciado
explicítamente por la fórmula legal, la relación de causalidad entre miedo y
celebración de matrimonio con­tenida en el propio precepto, sustenta
suficientemente la necesidad de este requisito»[11]
Dada esta relación de causalidad entre el miedo in­ferido y el consentimiento
prestado, ante el dilema de soportar las ame­nazas o el disgusto de los padres
o cualquier otro mal, se rinde y acepta el matrimonio impuesto, aunque sea de
mala gana. Es la solución para eva­dirse de aquellos males.

No obstante, al ponderar este
requisito, la Rota Romana, en gene­ral, se muestra comprensiva. Para que el
miedo sea indeclinable no se re­quiere que el matrimonio sea el único medio
absoluto o perentorio para eludir el peligro o daño; basta la razonable
estimación del sujeto que lo padece, que ?apreciadas las concretas
cinrcunstancias? considera en su fuero al matrimonio, como la única solución
viable. Si éste se puede evi­tar, por ej. evadiéndose a otro lugar, recurriendo
a amigos o parientes, huyendo del lugar material donde le obligan a casarse,
indudablemente que ya no estamos ante un miedo inevitable. Pero no, hasta el
punto de creer que ese alejamiento físico ya resuelve el problema. Por ello en
otra sentencia coram Abbo[12]
se plantea el caso de Ana, al que su novio ?bo­rracho empedernido? y la madre
de éste le influyen y le presiona para que se case con él, porque la benéfica
influencia de la chica era decisiva para curar al joven beodo. Ana «podría
huir de algún lugar o apartarse de alguien, pero no pudo evadir la
responsabilidad, tan vivamente des­crita por el demandado y su madre, pues cómo
dice muy sutilmente la sentencia de 1er. grado, aunque ella hubiera huido,
llevaba consigo el temor de la responsabilidad por la degeneración de su novio
y su defini­tiva ruina».

El canon 1103 dice que basta un
miedo grave, extrínseco para invalidar el matrimonio, «incluso el no
inferido de propio intento». Este dato últi­mo debe ser explicado. Hay
miedo directo cuando las amenazas o las ac­titudes que crean la conmoción van
dirigidas a conseguir un fin: que el pa­ciente contraiga matrimonio. Por el
contrario, se dará un miedo indirecto cuando la violencia inferida, sin
conminarle a elegir el matrimonio, de hecho le coloca ante la realidad de
contraer. Pues bien, con la indicación del canon, se puede invalidar un
matrimonio aunque sólo se dé este miedo indirecto.

¿Cómo apreciar la diferencia
entre estos dos supuestos? Para que el matrimonio se celebre a causa del miedo,
debe constar la aversión al ma­trimonio, ya que psicológicamente una persona
que tiene miedo no desea en absoluto casarse y en consecuencia debe mostrar de
alguna manera su oposición a aquel. La Jurisprudencia habla de aversión al
matrimonio, o más bien al objeto del matrimonio[13].
No se exige aversión o repugnan­cia por la otra parte. Una muchacha puede tener
un cariño amical a un joven, pero en absoluto un amor de índole conyugal, lo
que la llevaría con todas sus fuerzas a evitar un posible matrimonio. Por el contrario
es obvio que si existe una marcada antipatía o repugnancia por una persona, se
presume lógicamente la vehemencia por no contraer. Por ello, la aversión se
considera como prueba indirecta de que existió miedo. La prueba di-recta es el
constatar de hecho las amenazas o la presión indebida.

Para terminar este espacio
respecto a la causalidad Metus-Con­sensus exige la doctrina que el miedo debe
perseverar hasta el momento de la celebración del matrimonio. Si alguien sufrió
la intimidación ini­cialmente, pero después cedió, es indudable que no contrajo
a causa del miedo, aunque sí lo haga con algún miedo. Para que persevere la
eficacia del miedo, basta que en el momento de contraer, se mantenga el efecto
claro y agudo de la amenaza y que exista la aversión al matrimonio, se­gún la
regla clásica: «el miedo, una vez inferido, se presume que perma­nece
siempre, mientras dure la causa del mismo».

III. El tema del miedo injusto

El cánon actual, el 1103 ha
suprimido la frase del miedo injusto, tal como constataba en la anterior
legislación. Se habla de miedo injusto, cuando la amenaza inferida al
contrayente es injusta o ilegal, es decir la causa libre ?la persona? no tiene
ningún derecho a coaccionar, no tiene la potestad moral de influir
despóticamente en el consentimiento de otro.

Para González del Valle «la
supresión por parte del legislador de este requisito obedece, a que en la
cultura jurídica actual, el fundamento del vicio del miedo es la tutela de la
libertad personal, tutela que es es­pecialmente delicada en el caso del matrimonio,
al margen de que exista o no una amenaza» [14].

De acuerdo al derecho romano, el
metus actuaba como vicio del consentimiento si provenía de una determinada
amenaza. Se configuró así como intimidación de tipo penal, para cuya protección
el Pretor, con su poder discrecional, instituyó la Actio quod metus causa para
defender a la persona sometida a aquella tropelía, pues era una fuerza injusta.
En un contrato viciado por este miedo, se imponía como castigo devolver el cuádruplo
del valor[15].

En el matrimonio canónico, el
metus abandonó aquel carácter penal y se configuró con una tónica civil de
intimidación injusta. Al suprimirse ahora esta nota de injusticia ya no importa
que el miedo sea una amena­za -que siempre es ilícita- sino que se presenta
como un vicio del consen­timiento que adquiere valor con tal de que sea grave y
extrínseco. Sin embargo, el derecho canónico sigue exigiendo en otras figuras
el requisito del miedo injusto. Así el c. 191/3 «Es nulo ipso iure el voto
hecho por miedo grave e injusto, o por dolo»; también el c. 125 «El
acto realizado por miedo grave injustamente infundido…»; o el c. 188:
«Es nulo de dere­cho la renuncia hecha por miedo grave injustamente
provocado…»

El derecho canónico tradicional
diferenció la injusticia «en cuanto a la sustancia» de aquella otra
«en cuanto a la forma o al modo». Se da la primera, si el mal con que
se amenaza es enteramente ilícito y, por tanto el sujeto paciente no lo merece.
En cambio, es injusto en cuanto al modo, si se viola la justicia en la forma
valiéndose del fraude o dolo, exigiendo sin derecho el matrimonio con la
amenaza de un mal determinado. Según esto, al tratarse de un requisito que se
sitúa en una cierta legalidad o ile­galidad, compromete el sentido estricto de
lo justo o de lo injusto, que se referiría a una violencia ejercitada de un
modo no concorde con la ley. En resumen habrá injusticia si se violan normas
objetivas de derecho natural o de derecho positivo divino o humano,
eclesiástico o civil[16].
Un ejemplo aclara este tema: una persona ofendida puede amenazar a otra con el
ejercicio de acciones penales, si no contrae matrimonio porque el muchacho ha
dejado embarazada a la hija. El padre le amenaza con acusarle como violador si
no se casa con su hija. En este caso el miedo es netamente injusto, porque el
derecho da acción para purgar un delito o conseguir una sanción económica, pero
sería netamente injusto utilizar a­quel derecho como arma para constreñir un
consentimiento matrimonial.

Cabe, por último, señalar que la
omisión de este requisito se debe a que la injusticia está contenida en el
carácter extrínseco que se exige para que el miedo sea invalidante. Ciertamente
la doctrina clásica consideró que el miedo justo, el legal es siempre
intrínseco, pues no procede de una persona libre, que amenaza, sino que es la
ley por sí misma la que infiere aquel miedo. La razón es evidente, pues quien
teme a la ley, a sí mismo se infiere el miedo de acuerdo al aforismo: qui timet
legem, sibimetipsi in­feret metum, que es intrínseco. En consecuencia el miedo
invalidante por ser extrínseco, es siempre injusto[17],
pues solamente el miedo que proce­da de una causa extrínseca y libre ?es decir,
una persona? es la que puede inferir una injuria formal.

Dr. José Giner

Vicario de Justicia de la Arquidiócesis de Guayaquil

R. Jurídica Online de la
Universidad Católica Santiago de Guayaquil



[1]
Fr I, D IV, 2, Ulpiano)

[2]
D IV, 2, 21, 5

[3]
Manuale di diritto romano. P. Bontante. Torino 1946 p. 96.

[4]
Cf r. Derecho Matrimonial. Juan Larrea Holguín. Quito 1973, p. 88 y ss.

[5]
SRRD, XLIX, p. 798. 276

[6] SRRD, coram Fidecicchi, 20, III,
47, v. XXXIX, p. 309.

[7]
SRRD 12 VI 67, vol. LIXp. 548.

[8] SRRD (9 II 73, vol LXV p. 73. 278

[9] D. IV. 6 Gai ad Edictum
Provinciale.

[10]
Summa de Poenitentia 1, 1, tit. 8/6.

[11]
Bernárdez Cantón. Op. cit. p. 154.

[12] SRRD, coram Abbo, 12-VI-67,
vol LXIX p. 582.

[13] SRRD coram Staffa, 29-11-60,
vol. LII, p. 133.

[14]
Derecho Canónico Matrimonial. José M. González del Valle. Pamplona 1983, pág.
35.

[15]
D IV, Ulpianus 14, par 15. 284

[16] SRRD coram Bejan, vol XLIX
(1957) p. 685.

[17]
SRRD, coram Pinto, 8-1-70, vol LXII p. 14.