Por: Dr. Marco Navas Alvear
PROFESOR DE LA PUCE

A LO LARGO DE NUESTRA HISTORIA republicana el ejercicio del poder ha estado signado por una constante inestabilidad, con cortos períodos de calma. Esta condición anómica se ha expresado, entre otras cosas, en una recurrente pugna de poderes entre el ejecutivo y el legislativo.

Y es que, a lo largo de nuestra historia constitucional, como han destacado algunos autores, como Alfredo Pinoargote «El problema vital del Derecho Constitucional ecuatoriano ha sido, y es, una deficiente estructuración del presidencialismo, que fatídicamente ha conducido al desbarrancamiento de la democracia…» (La República de Papel, 1982). La causa generatriz de la crisis política, este autor la localiza en el hecho de que las asambleas legislativas que elaboraban las normas constitucionales se reservaron para si varias facultades propias del régimen presidencial. Esto habría hecho que, a pesar de la presencia de gobernantes de perfil autoritario, se haya producido una constante pugna de poderes, con un Parlamento con funciones de control «excesivas», según algunos analistas.

Por muchos años en nuestras constituciones se habría establecido un régimen de poder híbrido, un presidencialismo impuro que en los últimos años había recibido críticas. Estas objeciones fueron tomadas en cuenta dentro de la última Constitución de 1998 por lo que se fortalecieron los poderes presidenciales y se disminuyó la capacidad de control y contrapeso del Congreso, por ejemplo, se volvió inocuo el juicio político contra los Ministros de Estado. Pero, pasados ya casi seis años de vigencia de esta nueva normativa constitucional, la crisis reflota y vuelve a cuestionarse el diseño del régimen político.

En referencia al último período democrático que cumplirá este 10 de agosto 25 años, este se ha caracterizado por una permanente tensión entre los grupos políticos, desde los espacios estatales donde se hacían fuertes (Congreso, Ejecutivo, Función Judicial), que en las primeras presidencias habría sido aliviada a través de prebendas y que luego fue resuelta con la ruptura del régimen democrático y la salida de los gobernantes.
En este contexto, ha vuelto con fuerza estos días la discusión acerca del régimen de organización política más adecuado para el Ecuador.

Nuestro presidencialismo

Según se dibuja en nuestra Constitución en su artículo primero y luego en el Título VII, el país posee un régimen presidencial, que es aquel encabezado por un Presidente de la República con amplias atribuciones para administrar el Estado. Aunque también se conservan mecanismos de control y reparto de competencias entre las tres funciones: ejecutiva, legislativa y judicial, los que son el presupuesto básico del «equilibrio de poderes» que caracteriza dentro de la teoría político- constitucional, a un régimen democrático. Este ejecutivo, según la Constitución está sujeto a un período fijo de cuatro años y su mandato solo puede cesar por determinadas causales previstas en el artículo 167.

En la última Constitución, la Asamblea que la diseñó previó la figura de un Presidente fuerte disminuyendo algunas atribuciones del Congreso Nacional, bajo la justificación de asegurar la «gobernabilidad». Sin embargo, fortaleciendo al ejecutivo no se ha logrado consolidar la gobernabilidad pues carecemos de liderazgos adecuados y un presidente fortalecido que no sea un líder es sinónimo de fracaso.

El modelo parlamentario

El modelo parlamentario tuvo origen en la Inglaterra del Siglo XVII, cuando fue instaurado en 1689, como contrapeso al poder absoluto del Rey. Luego se expandió a lo largo de toda Europa. Entre los más relevantes regímenes parlamentarios actuales, hay que destacar los casos de Alemania e Italia, luego de la Segunda Guerra Mundial y de Portugal y España, más recientemente.

Un régimen parlamentario se caracteriza porque el espacio político más importante es el legislativo. Existe, por lo general, un gobierno (encabezado por un Primer Ministro) que es elegido por este órgano y es responsable ante el. Existe también la figura de un Jefe de Estado con un papel formal. Se trata de un ciudadano notable que representa la unidad del país: un rey en monarquías como la española y un presidente en las repúblicas como Alemania.

En un régimen parlamentario, la estabilidad no es sinónimo de la permanencia del gobierno, que es simplemente relevado si no responde a las líneas políticas populares, que expresen el interés general o mayoritario, a juicio del Parlamento. Así mismo, en casos muy específicos, también se contempla que el Jefe de Estado pueda disolver el Parlamento de manera de asegurar los contrapesos. Estos procesos son normales en algunos países con este régimen, pues su diseño constitucional prevé una «caída del gobierno» por canales institucionales. Claro, las instituciones permanecen sin mayor cambio independientemente del gobierno que las encabece porque existen políticas a largo plazo; y más bien, el espacio del Parlamento es aprovechado para establecer, consensuar y legitimar tales políticas.

Lo interesante de lo dicho radica en que todo esto está previsto en un conjunto de arreglos institucionales.

De tal manera que la terminación anticipada de un gobierno no es causa de conmoción social.

Eso quizá permite que esas sociedades regulen su «ritmo político» adecuadamente y que se dediquen a generar debate sobre asuntos más importantes como la marcha y orientación de la economía, las políticas sociales, el respeto a los derechos humanos, etc.

Acaso no sería bueno revisar ejemplos de países que restauraron su democracia aproximadamente al mismo tiempo que el nuestro y que, gracias en parte, a su diseño de régimen político parlamentario, han logrado estabilizarse.

Estos son los casos de Portugal, España o Grecia, que con sus diferencias han logrado fortalecer su democracias.

En todo caso, no podemos esperar que un régimen parlamentario sea la solución nuestros problemas pues si no se presenta un cambio en la cultura política, es decir, en la conducta de la élites, no existirá diseño constitucional y estado de derecho que no sean atropellados.