Exclusividad
de la jurisdicción y la actividad de ejecución:

Cómo
potenciar una ejecución eficaz

Autor:
Dra. Vanesa Aguirre Guzmán

El principio de la
exclusividad de la jurisdicción ordinaria en su vertiente positiva, reconocido en
la Constitución art.168.3 y el Código Orgánico de la Función Judicial (art. 10),
determina que esta potestad ha de ser ejercida únicamente por los órganos
jurisdiccionales. Por lo cual, es claro que la función jurisdiccional tiene un
carácter obligatorio y se proscribe que otros entes del poder público y los
particulares puedan ejercer esa potestad o realicen arbitrariamente el propio
derecho, con la obligación de acudir ineludiblemente al órgano judicial para
recabar tutela jurídica.

En su vertiente negativa, el
principio de la exclusividad significa que los órganos judiciales no pueden
ejercer más atribuciones que las señaladas ene l ordenamiento jurídico: tampoco
les es lícito invadir los ámbitos de competencia de las demás esferas del poder
público.

La
esencia del ejercicio jurisdiccional: fundamento del poder de ejecución

Sin embargo, aun con el carácter
obligatorio otorgado a la función jurisdiccional, los ordenamientos jurídicos
han reconocido expresamente excepciones al principio de exclusividad, con la
consideración de que algunas situaciones obedecen más al poder de
disposición que sobre ciertos derechos
subjetivos ostentan los ciudadanos, como en el caso del arbitraje, o a casos
especiales, como en la denominada autotutela ejecutiva de la Administración.

Se ha de discutir, entonces,
ante las voces que reclaman por la entrega de potestades que tradicionalmente
las han ostentado los órganos jurisdiccionales, cuál es el sentido actual de la
fórmula juzgar y hacer ejecutar lo juzgado
o, en otras palabras, cuál es la esencia
del poder jurisdiccional ?entendida como la potestad por al cual los
tribunales dirimen como órganos del Estado los conflictos que se les someten a
su autoridad-.

La reflexión viene en todo
al caso, porque ?hay que decirlo-, ¿qué significación tiene hoy la existencia misma del poder
jurisdiccional cuando se exige cada vez con mayor frecuencia la entrega de sus
facultades a otras manos? Casi podría afirmarse que ha sufrido una suerte de dilución porque sus titulares no lo
detentan hoy más en régimen de exclusividad.

Por supuesto, aun con las
excepciones constitucional y legalmente aceptadas al principio d exclusividad,
a nadie se le ocurriría discutir que el proceso constituye aún el cauce por
excelencia para otorgar soluciones a las contiendas que se suscitan entre los
justiciables. Se trata, como bien expone Barrios de Ángelis, de que el Estado
otorgue tutea jurídica, pero también de que realice una verdadera tarea
política ?en el más noble sentido de la palabra-, porque el proceso tiene
finalmente un sentido público: si el Estado no otorga una respuesta adecuada a
los justiciables, mal podría pretender prohibirles con éxito el realizar por sí
el propio derecho.

La jurisdicción, como poder-
deber, está integrada por esencia por una función de cognición (traducible como
el juzgar) y otra de ejecución (hacer ejecutar lo juzgado), como enseñan Guasp
y Aragoneses; ciertamente, es difícil detallar todos los poderes y facultades
que integran el ejercicio de esta potestad
estatal, pero sí puede llegarse a una delimitación más específica de lo que
concierne a ella si se tiene en cuenta ?y de conformidad con la finalidad del
proceso, que es en última instancia la
realización de la justicia ?que todas las categorías de actos cuya realización
ha encomendado el ordenamiento jurídico a los órganos jurisdiccionales, suponen
también la concesión del poder preciso para darle eficacia (y también del deber
de realizarlos). Consecuencia necesaria de la atribución exclusiva del
ejercicio de la jurisdicción a los órganos que integran el poder judicial, es
que a sus decisiones se les revista de imperium,
o poder para imponer a los justiciables aun coercitivamente el contenido de
la resolución, como expresión de la soberanía del Estado.

Ahora bien, resulta
imposible exigir en la actualidad que el poder judicial sea el único facultado
para resolver conflictos que aumentan en forma paralela a la creciente
complejidad de la sociedad moderna, problemas que reclaman una urgente solución
y que no son atendidos por el Estado con
la rapidez necesaria. Aunque finalmente los medios alternativos de solución de
conflictos tengan una fuerte raíz economicista, tampoco puede negarse a los
ciudadanos el derecho a confiar la solución de sus disputas a esos medios.

¿Cuál sería entonces el límite
para la dispersión de las facultades del poder judicial? No ha de perderse de
vista que, en última instancia, la
noción de las ?alternativas? a la tutela tiene honda raíz procesal, puesto que
tales mecanismos existen en la medida que el ordenamiento jurídico les reconoce
como tales (y como asuntos que pueden delegarse a la autonomía de la autoridad
privada); entonces, el Estado admite por una parte que puede ceder su facultad
de juzgar, pero al mismo tiempo reserva para sí la resolución de ciertas materias
(fundamentalmente, las que conciernen al denominado ?orden público?), y además
guarda para los tribunales la facultad de decretar medidas de fuerza;: si en su
utilización hay siempre un riesgo latente de vulnerar derechos fundamentales,
¿cómo podría delegarse a los ciudadanos
su utilización? De esta manera, se puede
sostener que lo que caracteriza a la potestad jurisdiccional no es ya decir el
derecho, cuanto el imponer coactivamente, de ser necesario, su pronunciamiento.
Pero, hay que reconocer al mismo tiempo
que el hecho de que se pueda solicitar de los tribunales tan particular
protección, implica que el juez ha de examinar la necesidad de dictar las
medidas pertinentes como ultima ratio.

Se ha sostenido que a
decisión dictada en el proceso de conocimiento reviste coacción, en el sentido
de que la sentencia ejecutoriada produce igualmente efectos contra la voluntad
del vencido, en una suerte de ahorro de medios frente al proceso de ejecución,
porque la sola sentencia ?se introduce?
en el patrimonio del afectado y lo modifica en
su perjuicio, con la misma irrevocabilidad que en la ejecución. Tal afirmación se aplica sin problema a las
sentencias declarativas y constitutivas;
tal como se ha visto, hallan su propia fuerza en el pronunciamiento que
contienen.

Sin embargo, si el vencido
se niega a efectuar voluntariamente el mandato impuesto en la sentencia, o con
la obligación contenida en el título ejecutivo, es deber del órgano judicial ?como expresión del
derecho fundamental a la ejecución- adoptar las providencias necesarias para
sustituir esa indisposición y remover los obstáculos que se opongan al
cumplimiento; en la ejecución forzosa se visualiza entonces a plenitud este
derecho, porque el juzgador actúa con imperium, o con plena potestad para
imponer el acatamiento pertinente aun de forma coercitiva y de esta manera
restaurar el derecho lesionado.

El hacer ejecutar lo
juzgado, como poder que integra a la jurisdicción, indica con claridad que este
es un ámbito que pertenece en exclusiva
a los jueces y tribunales, si bien subsisten situaciones a las que no ha
sido fácil encontrar la suficiente justificación. Precisamente el hecho de que
los tribunales ostenten esta titularidad en régimen de exclusividad, con
potestad para hacer ejecutar lo juzgado, les faculta para imponer al vencido,
mediante la coerción, el acatamiento de lo decidido en sentencia; o bien, en
razón de la tipicidad legal del documento, para que verifique el contenido del
título ejecutivo que se ha presentado a su consideración para recabar esta
tutela.

En conclusión, la fórmula
hacer ejecutar lo juzgado que consta en el
ordenamiento procesal no es más que el reconocimiento normativo del
derecho a la ejecución de las sentencias, como integrante del derecho a la tutela
judicial efectiva.

Actividades
materiales de la ejecución y el derecho a la ejecución ?eficaz?

Ahora bien, aunque la
función del proceso de ejecución, antecedido o no de la declaración judicial
del derecho, es la realización por el órgano jurisdiccional de ?una conducta
física productora de un cambio real en el mundo exterior para acomodarlo a lo
establecido en el título que sirve de fundamento a la pretensión de la
parte y a la actuación jurisdiccional? (Montero
Aroca y Flors Matíes), , concluyéndose
de manera indubitablemente la naturaleza jurisdiccional de la ejecución, es
también preciso comprender que ello no implica que el tribunal sea el único autorizado a realizar
toda la actividad material de la
ejecución, o en otras palabras, a concretizarla. De hecho, este ha sido
un problema que ha afectado permanente la efectividad y celeridad de la
ejecución civil, al menos en los ordenamientos jurídicos que han entregado tal
potestad en exclusiva a los tribunales.

Por ello, se ha reclamado
por modificar el reparto de los papeles en la ejecución forzosa y entregar,
p.ej., la atribución de la actividad de realización a los secretarios
judiciales, lo que ordenamientos jurídicos como el español han reconocido con
especial atención. Así, las reformas a
la Ley de Enjuiciamiento Civil por la Ley 13/2009, que entraron en vigor
el 4 de mayo de 2010, impulsan fehacientemente la figura de los secretaros
judiciales como integrantes del órgano jurisdiccional; por tanto, son
funcionarios con potestad para acelerar la tramitación de los procesos civiles
y realizar diligencias que descargarán de labores a los jueces. En el ámbito
ecuatoriano, habrá de estudiarse con más detenimiento si es conveniente
entregar más potestades a los secretarios judiciales. Al menos hoy el COFJ ha preferido
ir por una línea más conservadora, en pro de ?defender?, la labor de los
juzgadores. Será en todo caso le ley procesal secundaria la que vaya, de a
poco, estableciendo los ámbitos de actuación de los secretarios, en cuestiones
que no constituyan, estrictamente, ejercicio de potestad jurisdiccional, para
aprovechar ese contingente valioso que está representado por funcionarios que
saben del oficio y que sin duda podrían aportar mucho.

En definitiva, no debería
concluirse a priori que todas las operaciones necesarias para dar vida a las
disposiciones del as sentencias y otros títulos ejecutivos incumba realizarlas
en exclusiva al juzgador. La configuración legal del derecho a la ejecución
permite, precisamente, que, en la ley se establezcan las formas en que han de desenvolverse las
actuaciones materiales imperiosas a tal fin. Si, entonces, las realizaciones
concretas de la ejecución pueden ser desarrolladas por otros funcionarios
judiciales ?y no en exclusiva por el juez-, también es perfectamente posible
que se entregue esa atribución inclusive a personas o entidades que, por su
preparación, pueden colaborar en este ámbito de manera más efectiva. Por ello,
no existe quebranto alguno al principio de exclusividad de la jurisdicción,
porque la ordenación de la ejecución, la adopción de medidas coercitivas, las
cuestiones incidentales de carácter procesal y la protección de derechos
fundamentales la seguirá conservando únicamente el órgano judicial.

También puede contemplarse
la cuestión desde esta óptica: el hacer ejecutar lo juzgado no puede conducir a
pensar a rajatabla que han de concurrir en una sola persona u órgano la
potestad de ordenar la ejecución y la facultad de realizarla materialmente, de
plasmar en actuaciones concretas, el
derecho declarado en la sentencia o el referido a una obligación contenida en cualquier otro título
ejecutivo.

Por ello, nada obstaría a
que, en principio, intervengan en la fase de realización de los bienes del
deudor otras personas, amén del absurdo que supone que únicamente sean los
jueces quienes desarrollen tal actividad, por las obvias limitaciones
relacionadas con la disposición de suficiente personal. Resulta, pues, que
concentrar las actuaciones concretas de la ejecución en manos de los
juzgadores, coadyuva a que la ejecución
forzosa devenga en una ilusión por los
problemas que se arrastrarían vulnerándose claramente el derecho a la ejecución
que se comprende dentro del derecho a la tutela judicial efectiva, que ha de
ser protegido con urgencia porque se trata de restablecer al acreedor afectado
por el incumplimiento injustificado del deudor. Y tampoco debe perderse de
vista que una ejecución conducida con eficacia resulta beneficiosa para el
deudor, porque a éste le interesará que sus bienes se realicen en la mejor
forma, no solo para que el producto ?alcance? para satisfacer al acreedor, como
también para que al ejecutado le quede algún remanente.

Dra. Vanesa Aguirre
Guzmán

Catedrática dela
Universidad Andina Simón Bolivar

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