Justicia Penal

Por: Dr. Ricardo Vaca Andrade

P OCAS SITUACIONES EN LA VIDA son tan dramáticas como un proceso penal. La imagen de una confrontación apasionada entre un Fiscal y un agudo Defensor ante un juzgador serio, adusto, recto y con poder de decisión que, frecuentemente, la obtenemos de un cine alienante nos presenta situaciones en las que literalmente se transita entre la cárcel y la liberad, entre la vida y la muerte, la condena o la absolución, la culpabilidad o la inocencia. De un lado, el Estado con todo el poder de sus instituciones en contra del acusado; de otro lado, la figura del abogado ilustrado, que con claridad expositiva confronta la pretensión pública de someter al responsable a las normas punitivas. Al final, -el juzgador, Juez o Tribunal- decidiendo en sentencia el destino del imputado.

Justicia, verdad y derechos fundamentales de la persona

La idea un tanto romántica de los procesos penales no difiere mucho de la realidad. Aun admitiendo que la Función Judicial adolece de fallas que inciden en aislados casos de corrupción, no puede negarse ­a menos que sufra de ceguera- que la justicia que se administra en juzgados y tribunales penales es mejor que en cualquier época pretérita de la historia del Ecuador. Algunos de los más preciados valores humanos salen a flote en un proceso penal; la justicia, la verdad, los derechos fundamentales de la persona se contraponen con nuestras dudas y temores, pero básicamente, con la necesidad básica de sentirnos a salvo de aquellos que quieren zaherirnos, afectar nuestra supervivencia y alterar la tranquilidad de la sociedad. Quisiéramos que todos los culpables sean castigados, tanto como deseamos que la inocencia de los perseguidos injustamente se proclame.

La justicia penal debe contribuir al logro de estos propósitos porque al estar investida de poder, puede hacerlo si obra con verticalidad, independencia y acierto al resolver cada conflicto que surge entre la sociedad y el infractor. Los conflictos son inevitables en la interacción humana. Algunos son meros o carentes de importancia. Otros son tan graves que devienen en muertes, enfrentamientos armados y actos de violencia que calan hondo en el alma de los pueblos. Desde la familia hasta los grupos sociales mayores, requieren de mecanismos de solución de disputas entre sus miembros, sea que dependan de la voluntad de los involucrados, o de la intervención de un tercero superior que les obligue a resolver sus disputas. Cuando el Ministerio Público, a nombre de la sociedad a la que representa, decide hincar un proceso penal en contra de un imputado, parte del supuesto que es indispensable juzgar la conducta punible y sancionar al presunto responsable con las penas previstas en las leyes penales, como último mecanismo de control social, vale decir, porque los demás no produjeron los resultados esperados. Los juzgados y tribunales penales no pueden suprimir la criminalidad. Las fallas o inequidades de la sociedad no se solucionan con sentencias penales; de ahí la concepción errónea de que la justicia es ineficaz. El fracaso de la formación familiar, de los valores sociales, espirituales o religiosos, de los hábitos laborales, de la educación formal, no se subsana con la justicia penal. Pero, estas mismas deficiencias constituyen un serio reto para la Función Judicial siempre cuestionada. La celeridad, el acierto, la confiabilidad, la actuación inquebrantablemente ética y honorable de los operadores de la justicia penal -Policía, Fiscales, Jueces. Abogados- restarán sustento a la desenfrenada «justicia por mano propia», carente de toda legitimidad, que amenaza al orden jurídico y afecta al estado de derecho que debe regir la vida en comunidad. El proceso penal debidamente sustanciado es el único medio de establecer jurídicamente si se ha cometido o no un delito, identificar a los responsables y aplicarles las penas previstas en las leyes; o, de ser el caso, proclamar la inocencia de quienes lo son. En todo caso, respetando las decisiones judiciales tomadas con independencia, sin presiones de ninguna naturaleza.