La crisis del modelo penitenciario en Latinoamérica

Por: Guillermo E. Arismendy Diaz
Defensoría del Pueblo

El Estado de las cárceles y la situación de los recursos
constituyen, entre otras causas, uno de los más dramáticos
detonantes del conflicto social en América Latina.

La total degradación de la situación carcelaria en el ámbito latinoamericano constituye un importante indicador del modelo social dominante y del tipo de institucionalidad que tenemos en el continente.
Para muchos, el tema crucial del problema carcelario debe partir no de la morigeración o búsqueda de opciones al encierro sino, sobre todo, de la depuración del tratamiento intramural como una o, quizá, la mejor alternativa en el actual momento.

El estado de las cárceles y la situación de los reclusos constituyen, entre otras causas, uno de los más dramáticos detonantes del conflicto social en América Latina. A ello contribuye no solo el olvido en el cual los gobernantes han mantenido tradicionalmente estos asuntos, sino también la permisividad y la indiferencia de los diversos estamentos sociales. Pero la situación continental de los reclusos no solo es causa de muchos conflictos. También es efecto y expresión de la situación política, económica y cultural que enfrentamos. Las prolongadas crisis económicas de los diversos países del área y la sucesión interminable de conflictos locales y regionales que se registran a lo largo de toda la geografía latinoamericana, nutren la crítica problemática del sector penitenciario.

El tratamiento que otorga el Estado a su población carcelaria constituye la más evidente expresión política de la desatención a los más débiles. Quienes permanecen entre las rejas no pueden proveerse ninguno de los recursos para solventar las más elementales necesidades. Una cárcel latinoamericana es la más horrenda e infamante martirización de hombres y mujeres que, estando en deuda con la sociedad, se convierten, por el sentido del tratamiento, en víctimas del Estado.

El problema que señalo ofrece diversas aristas, todas ellas problemáticas y, por lo tanto, todas ellas importantes al momento de realizar cualquier análisis. Para el tratamiento de la delincuencia, que tiene diversas causas, siempre se ha apelado al empleo del recurso simple de la barbarie.
Mientras este fenómeno no merezca ser analizado en una perspectiva interdisciplinaria, nunca habrá redención para las víctimas ni para los infractores.

Todos terminamos siendo víctimas porque todos somos culpables.

La represión penal

El problema carcelario refleja con mayor notoriedad, a mi modo de ver, esa penosa y precaria legitimidad de la acción represora del Estado. Por lo general, el conflicto social es criminalizado en toda América Latina, con el agravante de que se ha resuelto tratar los problemas utilizando la cárcel como remedio. Sin embargo, la historia de la cárcel en toda el área es, sin duda, más cruel y humillante que la propia historia o naturaleza de los delitos. Huérfanos de una política criminal, los gobiernos han pretendido recurrir de modo insistente al mecanismo primario de la privación de la libertad para tratar y manejar la casi totalidad de los conflictos sociales progresivamente penalizadas. Todo ello ha ocurrido de una manera tan generalizada que tal procedimiento ha llegado a considerarse como algo natural en el cotidiano acontecer.

Lo que más preocupa de esta opinión ya enraizada en la mente de los pueblos, es el carácter consustancial que se otorga al tratamiento carcelario. Ello afecta de manera sensible la actitud de la propia comunidad frente al tratamiento del problema. Repugna el incremento incontrolado de las penas para infracciones que son simples bagatelas, pero también repugna la maximización del derecho punitivo. La aplicación de largas penas hace de la cárcel, más que un lugar de reclusión, una fosa para los vivos.

La cárcel como remedio

El modelo de sanciones consistente en la privación de la libertad por conductas de las más variadas especies y aun por hechos sin entidad o sin bien jurídico tutelable o sin daño, también está haciendo crisis. La cárcel como lugar para el cumplimiento de la casi totalidad de las sanciones ha probado que poco o nada sirve cuando se hallan en condiciones de tanta precariedad como la que se evidencia en casi todas las cárceles del continente. Además, como castigo en sí la cárcel nada ha significado más que venganza mezquina. Por eso, en parte, el suplicio de los encarcelados a pocos importa y no ha sido prioridad de ninguno de los gobiernos del continente, al menos en los últimos veinticinco años, con las dos raras excepciones de México y Chile.

La experiencia bien me permite asegurar que, dado el proceso de degradación y muerte lenta al que se somete a los reclusos, una cárcel en América Latina no es menos horrenda que cualquier otra técnica de ejecución. Después de recorrer las cárceles de trece países en América Latina he concluido que ellas no ofrecen al castigado ninguna motivación para que deje de delinquir. Todo lo contrario. A menudo, quienes delinquen por primera vez, la hacen por falta de formación, de información, de ilustración o, debido a la necesidad extrema, pero al llegar a la cárcel su capacitación solo es posible en la escuela del crimen. Por ello no resulta exagerado decir que en la región los gobernantes son patrocinadores y financiadores de las más aventajadas universidades del delito. En eso se han convertido las cárceles a causa de la desidia de las autoridades que abandonan a su propia suerte a quienes son condenados a penas de prisión.

Los paradigmas actuales que identifican las sanciones con la cárcel, deben ser revisados de manera urgente. Los resultados de los estudios hechos sobre la efectividad de los castigos consistentes en detención resultan francamente desalentadores. Las consecuencias de la aplicación efectiva de las penas privativas de la libertad son catastróficas. En países como Chile o Uruguay, los índices de reincidencia son del orden del 80% y en países como Brasil o Perú, sobrepasan el 90%.

Al igual que las sanciones simbólicas, el castigo infamante alimenta la criminalidad y, a no dudarlo, nutre la impunidad. En el primer caso, por la natural falta de temor ante la amenaza punitiva. En el segundo, debido al adormecimiento anestésico que al final se produce en el encarcelado, quien, dadas las condiciones a que lo someten, termina por endurecer su espíritu contra aquella sociedad de la cual se siente abandonado.

No ha habido vigilancia a apoyo para la cárcel, ni control a la gestión de los agentes del Estado responsables de aquellas tareas. No se destinan los recursos para que la cárcel pueda cumplir su finalidad resocializadora. Más pudiera decirse que los centros de reclusión solamente cumplen finalidades deshumanizadoras. Las cárceles se han convertido en inmensas salas de suplicio que fortalecen la insensibilidad de los reclusos y endurecen el espíritu atormentado de quienes abandonados por la sociedad ahora son desconocidos por ella. Esta actitud se apoya en la idea de que la cárcel no es hotel y que solo su mayor rigor compensa la atrocidad del delito. Se está frente a un síntoma inequívoco. Se está frente a un síntoma inequívoco de insensibilidad y barbarie.

Las características del actual modelo penitenciario están muy lejos de aproximarse a un patrón recomendable. Como ya lo he señalado, los culpables de hechos punibles, siendo victimarios, se convierten en víctimas, porque la forma de aplicar el castigo entraña una mayor forma de crueldad que las mismas faltas. Cuando el delito se persigue olvidando la obligación que tiene el Estado de respetar la dignidad de la persona, desaparece la legitimidad del castigo. Así, el Estado se vuelve tan criminal como aquel a quien ha juzgado. El acto de injusticia que se enrostra al sindicado se repite con él cuando se ordena su confinamiento en sitios donde la dignidad no será reconocida o, mejor, en sitios donde habrá de recibir el trato cruel que suele darse a las bestias capturadas.

Algunos, identificados como abolicionistas, proponen la destrucción total del modelo punitivo actual y la desaparición absoluta de todo aquello que pueda significar confinamiento o restricción intramural de la libertad. Quienes consideramos más tímidos en el tratamiento del tema, proponemos:

1. Proscribir de manera absoluta la reclusión para sindicados.

2. Redefinir el paradigma carcelario como sinónimo de justicia.

3. Otorgar a los reclusos el carácter de usuario de un particular servicio del Estado, superando el concepto de que son simples destinatarios de aquel.

4. Diseñar medidas alternativas a las penas de prisión o arresto.

Las cárceles se han convertido en inmensas salas de suplicio que fortalecen la insensibilidad de los reclusos y endurecen el espíritu atormentado de quienes abandonados por la sociedad ahora son desconocidos por ella.

La prisión y la presunción de inocencia

Los efectos devastadores de la detención preventiva se evidencian en el estigma y la des-socialización que sufre el interno. Ello poco o nada contribuye a lograr una mayor eficacia en la administración de justicia. Por contradecir el principio de la presunción de inocencia, considero improcedente toda medida que implique pérdida o restricción de la libertad para quien se reputa inocente. Este tipo de medida se traduce, en la práctica, en una pena anticipada o en la amortización de una pena incierta, dado que se ignora si logrará establecerse la culpabilidad del reo y, en consecuencia, si será condenado.

Los autos de detención, que constituyen la manera de formalizar y consolidar la situación de captura, acarrean evidentes efectos aflictivos para los sindicados.
Además conspiran, a mi modo de ver, contra el principio universal de la presunción de inocencia que debería reflejarse en el respeto por los márgenes o ámbitos mínimos de libertad de los individuos. Aquellas medidas llamadas preventivas atentan, igualmente, de manera grave contra las medidas alternativas que pretenden aplicarse al término de un proceso. Desde esa perspectiva carece de sentido pensar en fórmulas alternativas a la prisión para individuos que probablemente ya han permanecido largo tiempo recluidos en forma abusiva.
Las condiciones actuales del encierro en toda América Latina a menudo conducen a la deshumanización y pérdida progresiva de la sociabilidad del individuo. Semejantes consecuencias constituyen un insuperable obstáculo para que un sentenciable pueda cumplir, como es deseable, los compromisos que derivan de las medidas alternativas. El acatamiento de tales compromisos puede resultar imposible dadas las condiciones de marginalidad y aislamiento bajo las cuales ha podido estar sometida la persona.

Todos los estudios y estadísticas sobre la materia indican que mientras mayor el grado de marginalidad y mayor el déficit de socialización del sujeto, mayor propensión al delito se presenta. Las medidas diferentes a la prisión tienen como divisa declarada y principal la de mantener los lazos del grupo social con el infractor. Es mucho más probable que el individuo se abstenga de reincidir en la comisión de delitos si no está aislado del grupo. En la actualidad, las cárceles, con muy raras excepciones, estigmatizan, desocializan y marginan a sus usuarios.

Las medidas o fórmulas que se proponen como alternativas a la prisión preventiva se imponen no solo por las razones humanitarias expresadas, sino también para evitar mayores males a la organización social. Los transgresores de la ley penal son personas que necesitan una mayor asistencia y acompañamiento social. Resulta paradójico que se les niegue precisamente a ellos. Las cárceles de América Latina parecieran reproducir las condiciones de aislamiento y marginalidad a las que están abocados millones de abandonados por la fortuna.

Más de la mitad de los reclusos en América Latina son personas que regularmente no han podido acceder a los bienes y servicios que ofrece una sociedad. Esa cifra guarda una estrecha relación con la cantidad de persona en situación de pobreza extrema en el continente. Es la franja más vulnerable y, por lo tanto, la que mayores atenciones y cuidados reclama.

Esa población tiene mayores posibilidades de verse empujada al crimen, de manera ocasional al principio y consuetudinariamente más tarde, a consecuencia de la doble marginación que han soportado. Esta asegura la deshumanización del individuo y fortalece la propensión al delito debido al desapego progresivo por los valores y las pautas, comportamientos afines a la organización social. Es la paradójica tragicomedia de que el más necesitado debe ser excluido de la sociedad con mayor razón.

Si concedemos algún valor a las causas expuestas y si, además, nos convencemos de que los reclusos son, por encima de cualquier razón, sujetos de derechos y garantías naturales y legales, entonces se logrará reconocer la urgencia de expedir estatutos punitivos alternativos que consulten las nuevas realidades sociales, políticas, y económicas de las naciones.

Alternatividad penal

El diseño de medidas alternativas a las penas de prisión o arresto debe involucrar tanto a los legisladores ordinarios y extraordinarios como a toda la población en general. Estimo que la suerte del individuo debe corresponsabilizar a toda la organización social. Así mismo, la reinserción del individuo al grupo no puede ni debe hacerse a espaldas de la comunidad a la cual pertenece.
Las fórmulas alternativas que se sugieren para las penas de prisión o arresto, tales como la ejecución condicional de la sentencia, la reclusión nocturna, la reclusión en fines de semana y festivos, la reclusión en jornadas no laborables y la libertad vigilada, surgen del hecho de que no solo el individuo sometido a la órbita del sistema penal tiene obligaciones con el Estado y con la sociedad.

También las tienen la familia y la comunidad, que deben coadyuvar en la tarea de la reinserción e integración del infractor penal. Sin la participación y concurso de aquellas, no se darán las condiciones apropiadas para lograr los objetivos de un régimen alternativo que, estoy seguro, tiene una clara vocación restauradora de la organización social.

Si antes se proponía como discurso civilizador la humanización de las penas, hoy se propone la humanización del derecho penal. Ello no será posible mientras no se emprenda de manera decidida la tarea de diseñar una verdadera alternativa a las penas de prisión o arresto. Duele mucho testimoniar que hoy, cuando uno de los nuestros es capturado, no va a la prisión sino al infierno.

*Este artículo fue publicado por la Defensoría del Pueblo de Colombia en el periódico institucional Su defensor, Derechos Humanos para vivir en paz, en diciembre de 1999.