Terrorismo y Derechos Humanos

Por: Dra. Mónica Pinto
Abogada y Doctora en Derecho, Universidad de Buenos Aires. Vicedecana de la Facultad de Derecho de la UBA. Profesora de Derechos Humanos y Garantías y de Derecho Internacional Público en dicha Facultad. Miembro del Consejo Directivo del Instituto Interamericano de Derechos Humanos. Ex experta independiente para el examen de la situación de los derechos humanos en Guatemala, 1993-1997.

Sumario:

cuadrado_flecha.gif El terrorismo como conducta internacional. La regulación internacional del margen de maniobra de los estados.

cuadrado_flecha.gif Las situaciones de excepción. La suspensión de derechos

cuadrado_flecha.gif Las legislaciones antiterroristas y la restricción de los derechos humanos.

cuadrado_flecha.gif Derecho Comparado: La legislación antiterrorista europea

cuadrado_flecha.gif El enfoque internacional

cuadrado_flecha.gif Los actores no estatales y la violación de los derechos humanos

cuadrado_flecha.gif Los derechos humanos como marco de unión

Todas las sociedades han conocido de personas y/o de grupos de personas que persiguiendo propósitos absolutamente individuales han llevado a cabo conductas destinadas a crear el caos, la violencia social y que, por esa vía, han destruido valores que la colectividad afectada, y muchas otras, preservaban y tutelaban en la mayoría de sus normas jurídicas y sus comportamientos sociales. Todas las sociedades han sabido del terrorismo, cualquiera haya sido su nombre.
La persistencia en el tiempo del fenómeno terrorista a través de varias formas, con diferentes grados de sofisticación, con distintas fuentes generadoras, ha hecho que el tema mantuviera constante presencia en las deliberaciones legislativas nacionales e internacionales.
América no ha sido ajena a este fenómeno a lo largo de su historia, especialmente durante el siglo XX y le ha dado respuestas diversas y heterogéneas. En general, en la última mitad del siglo pasado, nuestras sociedades no supieron o no pudieron preservar la democracia que tuvieron y acometieron la tarea de erradicar el terrorismo en aras de la «seguridad nacional» transformando al estado en terrorista. Toda legitimidad resultó perdida y con ella se fueron miles de vidas de compatriotas americanos por la tortura sistemática, la ejecución sumaria y la desaparición forzada.
En el mismo período Europa conoció el terrorismo. En general lo sufrió en contextos de conflicto armado. Los guerrilleros, freedom fighters o combatants de la liberté, por momentos recurrieron al terrorismo para avanzar en la lucha en pos de sus ideales. La ilegitimidad de la represión de su lucha por la libertad no alcanzó, sin embargo, al acto terrorista aislado que protagonizaban. Cuando la guerra pasó y acordar la protección de sus víctimas fue un imperativo, las normas del derecho internacional humanitario o derecho de Ginebra descalificaron el acto terrorista. La segunda mitad del siglo XX demostró que la lección se había aprendido. Ni Baader Meinhoff ni las Brigadas Rojas pudieron contra la democracia sangrante que se reinstaló en Europa después de los campos de concentración y los hornos crematorios. En ocasión del secuestro de Aldo Moro, se propuso torturar a un detenido que parecía saber mucho del tema, entonces el General Della Chiessa contestó con palabras memorables «Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio implantar la tortura». Las bajas fueron en el Poder Judicial. En un Poder Judicial que investigaba, procesaba y condenaba conforme a la prueba producida. Algo que se ha dado en llamar, aplicación del rule of law o estado de derecho.
Asia, Medio Oriente y Africa abrevaron en Occidente su fenómeno terrorista. Sus movimientos de liberación nacional mezclaron guerrilla y terrorismo. La lucha por la libertad fue reconocida. La guerra de liberación nacional fue jurídicamente consagrada como un conflicto armado internacional en el que los actos terroristas fueron proscriptos. El Protocolo I Adicional a los Convenios de Ginebra, de 1977, así lo declara. La prohibición se extiende al Protocolo II.
La receta contra el terrorismo vino dada por la democracia, las democracias, que no sufrieron su embate. Al menos, no en su territorio.
El 11 de septiembre de 2001, a los inicios de un nuevo milenio, el terrorismo golpeó en el «corazón de Occidente», New York fue el blanco principal y el mundo cambió. Alcanzada la única gran potencia, el tema se globalizó y la Batalla del Bien contra el Mal cubrió páginas, países, sesgó vidas, colocó entre signos de interrogación el principio de inocencia respecto de miles de personas a las que se les invirtió la carga de la prueba. Su origen semita, su procedencia islámica obligó a que demostraran su inocencia.
El propósito de esta presentación es el de recorrer la ruta que en el derecho plantea el fenómeno terrorista y las consecuencias a que ello da lugar, esto es, las medidas de prevención y represión a la luz del respeto a los derechos humanos que legitima a todo gobierno, que es el fin de todo estado.
Mucho temo que, como en otras ocasiones, mi exposición no trascienda el planteo de lo obvio, de aquello que todos sabemos, que está escrito, que no innova. Sin embargo, su sistemática postergación cuando de enfrentar al terrorismo se trata, torna esta reiteración de lo obvio en algo, cuando menos, útil sino necesario.

El terrorismo como conducta internacional. La regulación internacional del margen de maniobra de los estados.

No hay consenso respecto de una noción general o global de terrorismo. Y ello es fruto de los intereses creados que, a lo largo de la historia, han sabido fomentar estados y entes no estatales de alguna manera vinculados con los primeros(1). Esta ausencia de definición no ha impedido el consenso respecto de actos específicos de terrorismo, generalmente descriptos en tratados internacionales (2), ni que se considerara al terrorismo internacional como una amenaza a la paz y a la seguridad internacionales, esto es, que se lo considerara comprendido en el género de actos que autorizan la actuación del Consejo de Seguridad en el marco del capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, la adopción de medidas coercitivas que pueden o no importar el uso de la fuerza armada.
En todo caso, queda claro para cualquiera que aludir al terrorismo supone como mínimo referir a cualquier acto destinado a causar la muerte o lesiones corporales graves a un civil o a cualquier otra persona que no participe directamente en las hostilidades en una situación de conflicto armado, con el propósito de intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo (3).
La necesidad de prevenir y, en su caso, de combatir el terrorismo coloca a la decisión política en una situación en la cual la tensión entre la protección de las necesidades nacionales en tiempos de crisis y la protección de los derechos humanos es máxima. La clave radica en dotar a la decisión más acertada del contexto que lesione en menor medida los derechos humanos de todos.
Ha sido dicho con razón que este tipo de situaciones se comprende en el contexto de las situaciones de emergencia o excepción, previstas en casi todas las legislaciones nacionales y también en los tratados generales de derechos humanos relativos principalmente a los derechos civiles y políticos; esto es, el artículo 15 del Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales (4); el artículo 4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (5); el artículo 27 de la Convención Americana sobre derechos; el artículo x de la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos; el artículo 4 de la Carta Arabe de Derechos Humanos. De allí que las mencionadas cláusulas sobre estados de excepción o emergencia no contravengan los principios generales del derecho internacional aunque tampoco son codificatorias de ellos (6) .
Se ha pretendido constantemente presentar la cuestión de la prevención y represión del terrorismo como una de aquéllas en las cuales se da el estado de necesidad, es decir una situación en la que el estado necesariamente debe optar entre dos bienes jurídicos tutelados, uno de los cuales cede frente al otro en razón, precisamente, de la emergencia. Inevitablemente, según esa posición, la balanza se inclinaría por el bien del conjunto que prevalecería por sobre el individual. Ello es falso.
Lo es porque no toda manifestación del fenómeno terrorista conduce a la declaración de un estado de excepción, sino sólo aquéllas que permiten la conjunción de los requisitos legales previstos para una emergencia, y porque aún así, el estado no se encuentra en estado de necesidad. Por el contrario, de lo que se trata es de instaurar un verdadero «balancing test» que permita evaluar con claridad y criterio democrático la medida de la limitación que se impone a los derechos humanos. La medida en que la restricción sea tolerada por una sociedad democrática.
En este orden de ideas, la suspensión de derechos durante el estado de excepción y su restricción legítima cuando tal estado no ha sido declarado pero se enfrenta una situación de terrorismo son las cuestiones que trataré a continuación.

Las situaciones de excepción. La suspensión de derechos


Todos los tratados generales de derechos humanos especialmente relacionados con los derechos civiles y políticos contienen cláusulas referidas al estado de excepción o emergencia en las que el bien jurídico tutelado es la vida de la comunidad jurídico-política organizada en el estado. Cada uno de ellos describe adecuadamente la/s situación/es que da/n origen al estado de excepción. Trátase, en general, de «una situación excepcional de crisis o emergencia que afecta al conjunto de la población y constituye una amenaza a la vida organizada de la comunidad sobre la que se fundamenta el estado» (7).
Así, en el fallo Lawless c./ Irlanda, el Tribunal europeo entendió que en la especie ello surgía de la conjunción de varios factores, «en primer lugar, la existencia dentro de la República de Irlanda de un ejército secreto dedicado a actividades anticonstitucionales y que empleaba la violencia para alcanzar sus propósitos; en segundo término, el hecho de que este ejército estaba asimismo operando fuera del territorio del Estado y, por consiguiente, comprometiendo gravemente las relaciones de vecindad de la República de Irlanda; en tercer lugar, el crecimiento progresivo y alarmante de las actividades terroristas desde el otoño de 1956 y, muy especialmente, en la primera mitad de 1957».
En atención a ello, consideró que «el Gobierno irlandés estaba justificado para declarar que existía una emergencia pública en la República de Irlanda que amenazaba la vida de la nación y, por consiguiente, se hallaba facultado para aplicar las disposiciones del artículo 15, párrafo 1, del Convenio con el fin para el que estas disposiciones están previstas, es decir, tomar medidas que deroguen las obligaciones que se desprenden del Convenio» (8).
Es al Gobierno a quien corresponde determinar la existencia de una causal que habilite la declaración del estado de excepción. La necesaria legitimación que requiere tamaña decisión política viene dada por la intervención de los Parlamentos como expresión de la democracia representativa (9) y por el requisito de la proclamación oficial que introduce el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos con el propósito de exigir que la adopción de la medida sea conforme al derecho interno.
La suspensión se valida por su proporcionalidad al fenómeno que la provoca; esto es, por ser inevitable y acotada temporal y materialmente – «en la medida y por el tiempo estrictamente limitados a las exigencias de la situación» -, por su aplicación sólo a los derechos susceptibles de suspensión, por su compatibilidad con el derecho internacional humanitario y su ejercicio no discriminatorio -«siempre que tales disposiciones no sean incompatibles con las demás obligaciones que les impone el derecho internacional y no entrañen discriminación alguna fundada (únicamente) en motivos de raza, color, sexo, idioma, religión u origen social». El requisito de la notificación tiene en mira evitar su aplicación retroactiva.
En punto a lo primero, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos tiene dicho que «…en la práctica, muchas veces, estos estados de emergencia han sido dictados sin que las circunstancias los justifiquen, como un simple medio de acrecentar la discrecionalidad del ejercicio del poder público. Esta contradicción queda evidenciada cuando las propias autoridades públicas afirman, por una parte, que existe paz social en el país y, por otra, establecen estas medidas de excepción las que sólo pueden encontrar justificación frente a amenazas reales al orden público o a la seguridad del Estado» (10). Respecto de su duración, se ha sostenido que «El mantenimiento indefinido del estado de sitio es uno de los artificios empleados para dar una supuesta legalidad a la imposición de largas e indefinidas penas» (11) y que «Más grave aún es el establecimiento de estos estados de emergencia indefinidamente o por un prolongado período de tiempo, sobre todo cuando ellos conceden al Jefe de Estado un cúmulo tan amplio de poderes, incluyendo la inhibición del Poder Judicial respecto de las medidas por él decretadas, lo que puede conducir, en ciertos casos, a la negación misma de la existencia del estado de derecho» (12).
De lo que se trata, pues, es de una suspensión de la vigencia de determinados derechos protegidos en el sentido del artículo 57 de la Convención de Viena de 1969 sobre el derecho de los tratados (13).
Los derechos que no pueden ser suspendidos a tenor del artículo 27 de la Convención Americana, del artículo 15 del Convenio europeo, del artículo 4 del Pacto Internacional y del artículo 4 de la Carta Arabe son : el derecho a la vida, a la integridad personal (prohibición de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes), prohibición de la esclavitud y servidumbre, derecho al reconocimiento de la personalidad jurídica, prohibición de la legislación penal retroactiva, non bis in idem, nullum crime nulla poena sine lege, derecho al retorno, derecho de asilo político, libertad de pensamiento, conciencia y religión, prohibición de la prisión por deudas, protección a la familia, derecho al nombre, derechos del niño, derecho a la nacionalidad, derechos políticos y garantías judiciales indispensables para la protección de tales derechos.
Por aplicación del principio pro homine como criterio residual de interpretación, la vigencia simultánea en un estado del Pacto internacional y de un tratado regional impone extender la lista de derechos no suspendibles de modo de incluir a la totalidad de los mencionados en ese carácter en los dos instrumentos. En este sentido, en el Sistema Interamericano la enumeración de los derechos del artículo 27.2 de la Convención Americana impone extender los previstos en el artículo 4 del Pacto Internacional y el artículo 3 común a los cuatro Convenios de Ginebra de 1949. A su vez, los derechos cuya suspensión está prohibida en todos los tratados de derechos humanos – universales y regionales, incluidos los de derecho internacional humanitario – constituyen el núcleo duro de los derechos humanos o derechos intangibles, esto es, la expresión del orden público internacional (14).
Las normas de que se trata son las que protegen el derecho a la vida, a la integridad (la prohibición de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes), la prohibición de la esclavitud y servidumbre, la prohibición de la aplicación de legislación penal retroactiva.
La necesidad evidente de que los recursos internos idóneos mantengan eficacia durante los estados de excepción está explicitada en el sistema interamericano que prohibe expresamente la suspensión de las «garantías judiciales indispensables» para la protección de los derechos que no pueden ser suspendidos» (15) y ello porque «en una sociedad democrática los derechos y libertades inherentes a la persona, sus garantías y el Estado de Derecho constituyen una tríada, cada uno de cuyos componentes se define, completa y adquiere sentido en función de los otros» (16).
En este orden de ideas, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha indicado que el carácter judicial de la garantía implica la intervención de un órgano judicial independiente e imparcial, apto para determinar la legalidad de las actuaciones que se cumplan dentro del estado de excepción (17). Genéricamente las garantías judiciales indispensables para la protección de los derechos no suspendibles durante los estados de emergencia son el hábeas corpus previsto en el artículo 7.6, el amparo y cualquier otro recurso efectivo ante los jueces de conformidad con el artículo 25.1 y todos aquellos procedimientos judiciales inherentes a la forma democrática de gobierno previstos en el derecho interno de los estados partes como expresa el artículo 29.c); todos los cuales deben ejercerse dentro del marco y según los principios del debido proceso legal previsto en el artículo 8 de la Convención americana (18).
Lo anterior supone que se mantenga la independencia de los distintos órganos de poder del estado, ya que «…dentro de un régimen de estado de sitio adecuadamente estructurado, como es todo aquel que no alcanza a alterar en grado apreciable la independencia de los distintos órganos del Poder, el estatuto de los derechos humanos puede mantenerse básicamente incólume, al menos en lo que respecta a aquellos que se consideran fundamentales» (19), de manera que sea efectiva la revisión judicial de las medidas adoptadas que impliquen una restricción de los derechos humanos toda vez que «ninguna norma jurídica interna o internacional justifica que las personas detenidas, mediante la simple invocación de esta facultad extraordinaria, sean mantenidas en prisión por tiempo indeterminado y prolongado, sin que se les formulen cargos por violación de la ley de seguridad nacional u otra ley penal y sin que se las someta a juicio, de manera que puedan ejercer el derecho a justicia y proceso regular» (20).
La CIDH ha manifestado en diversos casos que «la obligación nacional e internacional que tiene el Estado de enfrentar a personas o grupos de personas que emplean métodos de violencia con la intención de ocasionar terror en la población, y de investigar, juzgar y sancionar a los responsables de dichos actos implica que debe sancionar a todos los responsables pero sólo a los responsables. El Estado debe funcionar dentro del imperio del derecho, de tal modo que se limite a sancionar estrictamente a quienes sean responsables y se abstenga de sancionar a los que sean inocentes. La administración de justicia dentro de un contexto legal y con las debidas protecciones judiciales sirve como garantía para no privar del derecho fundamental a la libertad inherente a cada ser humano que no haya incurrido en ninguna conducta punible. Es el caso que la única manera que tiene el Estado de cumplir con verdadera justicia tal función jurisdiccional es respetar a los procesados –justiciables– las garantías de un juicio justo» (21).
Respecto de la detención sin orden de autoridad competente, la misma Comisión ha sostenido que:
«no desconoce el contexto que existía en Perú cuando se dictó la legislación antiterrorista, en el que las continuas incursiones de grupos armados habían provocado un estado de permanente zozobra sobre la población. Por tal motivo se había declarado en diversos Departamentos el estado de excepción, lo cual prima facie encontraba justificación en la crisis enfrentada por el Estado peruano para combatir el terrorismo. En virtud de tal estado de emergencia, había quedado suspendido en muchos Departamentos el artículo 2(20)(g),15 de la Constitución de Perú de 1979 y se había facultado a las fuerzas policiales y militares para detener legalmente a una persona sin orden de juez competente y sin necesidad de que existiera situación de flagrancia.
84. Debe señalarse sin embargo que, no obstante la legitimidad prima facie de esta medida, la facultad de detener no constituye una facultad ilimitada para las fuerzas de seguridad, por medio de la cual pueden proceder a detener arbitrariamente a los ciudadanos. La suspensión de la orden judicial para detener a una persona no implica que los funcionarios públicos quedan desvinculados de los presupuestos legales necesarios para decretar legalmente tal medida, ni que se anulen los controles jurisdiccionales sobre la forma en que se llevan a cabo las detenciones.
85. La suspensión de algunos de los atributos del derecho a la libertad personal, que autoriza en ciertos casos el artículo 27 de la Convención Americana, nunca puede llegar a ser total. Existen principios subyacentes a toda sociedad democrática que las fuerzas de seguridad deben observar para formalizar una detención, aún bajo estado de emergencia. Los presupuestos legales de una detención son obligaciones que las autoridades estatales deben respetar, en cumplimiento del compromiso internacional de proteger y respetar los derechos humanos, adquirido bajo la Convención.
86. Asimismo, con base en los principios anteriores, la detención policial o militar, como medida cautelar, debe tener como único propósito evitar la fuga de un sospechoso de un acto delictivo, y asegurar así su comparecencia ante un juez competente, para que sea juzgado dentro de un plazo razonable o, en su caso, puesto en libertad. Ningún Estado puede imponer penas sin la garantía del juicio previo. En un Estado constitucional y democrático de derecho, donde se respeta la separación de poderes, toda pena establecida en la ley debe ser impuesta judicialmente y tras haberse establecido la culpabilidad de una persona dentro de un juicio justo con todas las garantías. La existencia de una situación de emergencia no autoriza al Estado para desconocer la presunción de inocencia, ni tampoco confiere a las fuerzas de seguridad el ejercicio de un ius puniendi arbitrario y sin límites.» (22)
Por su parte, la Corte Interamericana consideró que si bien la libertad personal es uno de aquellos derechos que pueden ser suspendidos en virtud de la declaración de estado de excepción prevista en el artículo 27 de la Convención, no lo es menos que no pueden serlo las garantías judiciales y que por haber carecido de la posibilidad de interponer recurso alguno para cuestionar su detención, el estado del Perú había violado los artículos 7 y 25 en perjuicio de María Elena Loayza Tamayo (23).
En todo caso, este aspecto relativo a la posible suspensión del ejercicio de determinados derechos humanos durante la vigencia de un estado de excepción confirma que «un poder judicial independiente e imparcial formado por jueces idóneos es la mejor garantía para la adecuada administración de justicia, en definitiva, para la defensa de los derechos humanos» (24).

Las legislaciones antiterroristas y la restricción de los derechos humanos.

La generalidad de las legislaciones antiterroristas se inscribe en el marco de la restricción de los derechos humanos, esto es, de los límites que en atención a determinados fines sociales y a través de medios específicos, pueden imponerse a determinados derechos humanos.
En este orden de ideas, las normas vigentes en América permiten señalar que la libertad de conciencia y religión (25), la libertad de pensamiento y de expresión (26), el derecho de reunión (27), la libertad de asociación (28), el derecho de circulación y residencia (29), el derecho a fundar sindicatos y a afiliarse al de su elección (30), el derecho de acceso a las audiencias públicas en los procesos penales (31) contienen en su propia enunciación el criterio válido que autoriza una restricción legítima.
La restricción debe estar prescrita por ley (32), ser necesaria en una sociedad democrática, para proteger la seguridad nacional (33), la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos o los derechos o libertades de los demás. Esto es, que determinados requisitos en principio formales se conjugan con un número acotado de fines legítimos, de interpretación restrictiva, para legitimar las restricciones (34).
Por otra parte, el artículo 32.2 de la Convención Americana, relativo a la correlación entre deberes y derechos, expresa que «los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática».
Esta norma interamericana, que se compadece con el artículo 29.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (35) y, de alguna manera, con el artículo 27.2 de la Carta africana (36), representa el contexto dentro del cual se deben interpretar las restricciones permitidas respecto de determinados derechos en particular (37) y contiene un enunciado general que opera especialmente en aquellos casos en que la Convención Americana, al proclamar un derecho, no dispone nada en concreto sobre sus posibles restricciones legítimas (38). No es ésta, por cierto, una interpretación generalizada, toda vez que en relación con el Pacto internacional de derechos civiles y políticos se ha sostenido que la ausencia de una cláusula general indica que las únicas restricciones legítimas son las que caben en el enunciado de las normas específicas (39), y así ha sido recogido en los Principios de Siracusa (40), que reflejan la práctica internacional en el tema
En todo caso, la aplicación del principio pro homine, clave en la hermenéutica de los derechos humanos, impone no extender el campo de las restricciones legítimas pero también atender al razonable principio según el cual los derechos de cada uno terminan donde comienzan los derechos de los demás, de alguna manera comprendido en la norma sobre deberes.
El requisito de la restricción legalmente prevista apunta a que ella esté contenida en una norma de aplicación general que debe compadecerse con el respeto al principio de igualdad y que, en caso de aplicación abusiva, debe dar lugar a recurso (41). En el contexto interamericano, debe tratarse de una ley formal, sancionada por el poder legislativo por el procedimiento para la adopción y sanción de las leyes previsto en las normas constitucionales del estado de que se trate (42).
La Corte de San José ha endosado las apreciaciones del Tribunal europeo de derechos humanos en el caso «Sunday Times», señalando que cuando se exige que la restricción esté «prevista por la ley» se apunta a que dicha ley sea adecuadamente accesible, esto es, que el ciudadano debe poder tener una indicación adecuada en las circunstancias de las normas legales aplicables a un caso dado, y, en segundo lugar, a que ella sea formulada con la suficiente precisión como para permitirle al ciudadano que regule su conducta, pudiendo prever las consecuencias que pueden surgir de una determinada conducta (43).
La exigencia de una ley en sentido formal vincula a la restricción con el papel del Parlamento en la defensa de los derechos humanos. A este respecto, se ha puesto el acento en el carácter representativo -de tendencias políticas, sexos, razas, grupos étnicos, minorías, etc.- del parlamento como fuente de su autoridad en la materia (44). Ello se compadece con los más clásicos criterios del sistema republicano en el que el Parlamento es el órgano político y popular de control por excelencia. Lo apuntado no es sino un elemento más en la convicción sobre la necesidad de fortalecer su papel en América.
La restricción legal se valida sólo si es «necesaria en una sociedad democrática«. La función de esta cláusula es la de introducir un criterio de legitimación política en el proceso de limitación del alcance de un derecho (45) según el cual la legitimidad debe expresar consistencia con los principios de una sociedad democrática (46); esto es, la sociedad que reconoce y respeta los derechos humanos enunciados en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración Universal de Derechos Humanos (47). En los términos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la restricción es necesaria cuando se vincula con las necesidades legítimas de las sociedades e instituciones democráticas (48).
La jurisprudencia de Estrasburgo es la iniciadora de la hermenéutica en este punto. El Convenio de Roma sólo admite como partes a los miembros del Consejo de Europa y éste exige el ejercicio efectivo y actual de la democracia (49).
Así, en 1976, en el caso «Handyside vs. United Kingdom», el Tribunal europeo entendió que las limitaciones a los derechos deben estar justificadas por los principios de una sociedad democrática como una necesidad social imperiosa («a pressing social need») a los fines de la protección de un interés legítimo (50). Dos años más tarde, en su sentencia en el caso «Klass», el Tribunal sostuvo que las restricciones al secreto de las comunicaciones -artículo 8.2 del Convenio europeo- impuesto por la Ley G10 de la República Federal de Alemania, eran «ante una situación excepcional, necesarias en una sociedad democrática en atención a la seguridad nacional y/o en la defensa del orden y en la prevención de infracciones penales» (51).
En el caso «Dudgeon», la Corte precisó que «necesario» en este contexto no tiene la flexibilidad de otras expresiones como «útil», «razonable» o «deseable», sino que implica también la existencia de una «necesidad social imperiosa» (pressing social need) que justifique la interferencia (52). Para su valoración, las autoridades gozan de un «margen de apreciación» cuyo ámbito depende de la naturaleza del fin protegido con la restricción y de la naturaleza de las propias actividades implicadas (53). Trátase, pues, de una aplicación del principio de proporcionalidad (54).
Estos criterios se mantienen en los fallos más recientes del tribunal de Estrasburgo que en el caso Zana, en relación con un político de la oposición que había declarado apoyar al movimiento de liberación nacional del PKK en momentos en que sus militantes habían ejecutado sumariamente a una serie de civiles, entendió que «una tal declaración, emanada de una personalidad política bien conocida en el sudeste de Turquía, cuando graves incidentes ponían al rojo vivo la región, podía entonces tener un impacto importante que justificara la adopción de una medida destinada a preservar la seguridad nacional y la seguridad pública» (55).
En sentido contrario, el 8 de abril de 1999 fallando el caso Sürek contra Turquía en el que se alegaban violaciones a la libertad de expresión en razón de la condena impuesta al editor responsable de una publicación en la que se difundieron dos cartas de lectores condenando de manera virulenta las acciones militares de las autoridades en el Sudeste de Turquía y acusándolas de reprimir brutalmente la lucha por la independencia y la libertad de la población kurda, sostuvo que eran necesarios en una sociedad democrática para mantener la seguridad nacional. La Corte estudió con detalle los textos de las cartas, «Las armas no pueden contra la libertad» y «Es nuestra culpa», para lo que tuvo en cuenta muy especialmente «las dificultades relacionadas con la lucha contra el terrorismo». Concluye que las cartas deben ser entendidas como el llamado a una venganza sangrienta ya que despiertan instintos primarios y refuerzan los prejuicios ya anclados que se expresaron en una violencia asesina. Expresa el Tribunal que «el lector tiene la impresión que el recurso a la violencia es una medida de autodefensa necesaria y justificada frente al agresor». En este orden de ideas. La Corte juzga que los motivos de condena del peticionario, que las autoridades presentaron como una amenaza a la integridad territorial del estado, eran al mismo tiempo pertinentes y suficientes para justificar una injerencia en su derecho a la libre expresión (56).
En su sentencia en el caso Erdem, el Tribunal europeo fundó la razonabilidad del control de la correspondencia cursada con el abogado defensor durante la prisión preventiva en caso de sospecha de actividades terroristas en la doctrina «Klass». Sostuvo que, estando la restricción prevista en la ley, ello sólo es necesaria en una sociedad democrática cuando se sitúa en el contexto excepcional de la lucha contra el terrorismo en todas sus formas. Se trata de una disposición redactada en lenguaje absolutamente preciso ya que detalla la categoría de personas cuya correspondencia puede ser vigilada, es decir los detenidos sospechosos de pertenecer a una organización terrorista en los términos del Código penal, él mismo sometido a examen internacional, y que consta de una serie de garantías (la apertura está a cargo de un magistrado independiente completamente de la instrucción, que debe mantener el secreto de las informaciones). Por otra parte, añadió, se trata de un control restringido ya que la comunicación oral con el defensor sigue siendo confidencial (57).
Análogamente, el 9 de abril de 2002, en el caso Yazar y otros, el Tribunal de Estrasburgo sostuvo que la disolución del Partido del trabajo del pueblo, conocido como HEP, no era una necesidad social imperiosa a la luz de la Convención por lo que calificó el accionar de las autoridades turcas como violatorio del derecho protegido en el artículo 11 del Convenio de Roma. En efecto, argumentó que «un partido político puede hacer campaña a favor de un cambio de legislación o de las estructuras legales o constitucionales de un estado a condición de que, primero, los medios utilizados a tal fin sean desde todo punto de vista legales y democráticos, y, segundo, el cambio propuesta sea en sí mismo compatible con los principios democráticos fundamentales. De ello se sigue necesariamente que un partido político cuyos responsables incitan a recurrir a la violencia o proponen un proyecto político que no respeta una o varias reglas de la democracia o que tiende a su destrucción así como al desconocimiento de los derechos y libertades que ella reconoce, no puede prevalecerse de la protección de la Convención para evitar las sanciones infligidas por estos motivos» (58). Esta jurisprudencia novísima recrea los legendarios casos Lawless y Klass.
Por su parte, el Comité de Derechos Humanos ha sostenido que «los juicios ante tribunales especiales integrados por jueces anónimos son incompatibles con el artículo 14 del Pacto. No es posible alegar en contra de la autora que haya facilitado escasa información sobre el juicio de su marido: de hecho, la misma naturaleza de los juicios ante «jueces sin rostro» en una prisión remota se basa en la exclusión del público de las actuaciones. En esta situación, los acusados desconocen quienes son los jueces que les juzgan, y la posibilidad de que los acusados preparen su defensa y se comuniquen con sus abogados tropieza con obstáculos inaceptables. Además, este sistema no garantiza un aspecto fundamental de un juicio justo de conformidad con el significado del artículo 14 del Pacto: el de que el Tribunal deba tanto ser, como parecer ser independiente e imparcial. En el sistema de juicios con «jueces sin rostro», ni la independencia ni la imparcialidad de los jueces están garantizadas, ya que el tribunal, establecido ad hoc, puede estar compuesto por militares en servicio activo. En opinión del Comité, ese sistema tampoco asegura el respeto a la presunción de inocencia, garantizado en el párrafo 2 del artículo 14″ (59).
La Corte Interamericana no sólo ha endosado los puntos de vista de su par europea sino que se ha preocupado por subrayar que «entre varias opciones para alcanzar ese objetivo debe escogerse aquélla que restrinja en menor escala el derecho protegido….Es decir, la restricción debe ser proporcionada al interés que la justifica y ajustarse estrechamente al logro de ese legítimo objetivo» (60).
Así, ha sostenido que .»al valorar estas pruebas la Corte toma nota de lo señalado por el Estado en cuanto al terrorismo, el que conduce a una escalada de violencia en detrimento de los derechos humanos. La Corte advierte, sin embargo, que no se pueden invocar circunstancias excepcionales en menoscabo de los derechos humanos. Ninguna disposición de la Convención Americana ha de interpretarse en el sentido de permitir, sea a los Estados Partes, sea a cualquier grupo o persona, suprimir el goce o ejercicio de los derechos consagrados, o limitarlos, en mayor medida que la prevista en ella (artículo 29.2). Dicho precepto tiene raíces en la propia Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (artículo 30)» (61). Por ello, concluyó que «la señora María Elena Loayza Tamayo fue enjuiciada y condenada por un procedimiento excepcional en el que, obviamente, están sensiblemente restringidos los derechos fundamentales que integran el debido proceso. Estos procesos no alcanzan los estándares de un juicio justo ya que no se reconoce la presunción de inocencia; se prohibe a los procesados contradecir las pruebas y ejercer el control de las mismas; se limita la facultad del defensor al impedir que éste pueda libremente comunicarse con su defendido e intervenir con pleno conocimiento en todas las etapas del proceso. El hecho de que la señora María Elena Loayza Tamayo haya sido condenada en el fuero ordinario con fundamento en pruebas supuestamente obtenidas en el procedimiento militar, no obstante ser éste incompetente, tuvo consecuencias negativas en su contra en el fuero común» (62).
En otra ocasión, la Corte de San José expresó que «en cuanto a la alegada violación por parte del Estado del artículo 7.5 de la Convención, que la legislación peruana, de acuerdo con la cual una persona presuntamente implicada en el delito de traición a la patria puede ser mantenida en detención preventiva por un plazo de 15 días, prorrogable por un período igual, sin ser puesta a disposición de autoridad judicial, contradice lo dispuesto por la Convención en el sentido de que «[t]oda persona detenida o retenida debe ser llevada, sin demora, ante un juez u otro funcionario autorizado por la ley para ejercer funciones judiciales […]» (63).
En relación con los tipos penales de la legislación antiterrorista y su aplicación en el tiempo, la Corte entendió que «las conductas típicas descritas en los Decretos-Leyes 25.475 y 25.659 -terrorismo y traición a la patria- son similares en diversos aspectos fundamentales. (…)La existencia de elementos comunes y la imprecisión en el deslinde entre ambos tipos penales afecta la situación jurídica de los inculpados en diversos aspectos: la sanción aplicable, el tribunal del conocimiento y el proceso correspondiente. En efecto, la calificación de los hechos como traición a la patria implica que conozca de ellos un tribunal militar «sin rostro», que se juzgue a los inculpados bajo un procedimiento sumarísimo, con reducción de garantías, y que les sea aplicable la pena de cadena perpetua.» (64) Y concluyó que » en la elaboración de los tipos penales es preciso utilizar términos estrictos y unívocos, que acoten claramente las conductas punibles, dando pleno sentido al principio de legalidad penal. Este implica una clara definición de la conducta incriminada, que fije sus elementos y permita deslindarla de comportamientos no punibles o conductas ilícitas sancionables con medidas no penales. La ambigüedad en la formulación de los tipos penales genera dudas y abre el campo al arbitrio de la autoridad, particularmente indeseable cuando se trata de establecer la responsabilidad penal de los individuos y sancionarla con penas que afectan severamente bienes fundamentales, como la vida o la libertad. Normas como las aplicadas en el caso que nos ocupa, que no delimitan estrictamente las conductas delictuosas, son violatorias del principio de legalidad establecido en el artículo 9 de la Convención Americana.» (65)
Las cláusulas limitativas de derechos adquieren legitimidad, inter alia, en atención a los fines cuya preservación persiguen. En este orden de ideas, se ha señalado que «el principal obstáculo para una aplicación unívoca de las cláusulas limitativas lo encontramos en que ellas están pobladas de conceptos indeterminados» (66).
La seguridad nacional es una de las pautas de restricción de interpretación más estricta. De vapuleada invocación en los países del tercer mundo en general y en los de la América Latina en la década del 70, ha servido para sesgar más vidas que las que con su invocación se pretenden preservar.
Existe consenso en que el calificativo nacional apunta a lo que concierne a un país y no sólo a su gobierno (67). Su definición se esboza a partir de una exégesis de la Carta de las Naciones Unidas. En este orden de ideas, en el contexto actual del derecho internacional de los derechos humanos, universal y regional, la mención de la seguridad nacional sólo autoriza la limitación de derechos cuando existe una efectiva amenaza o un uso de fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de un estado. Consecuentemente, ninguna violación a los derechos humanos puede justificarse a la luz de la seguridad nacional (68). De allí que se haya dicho, no sin razón, que la seguridad nacional en relación con los habitantes de un país consiste en la inviolabilidad de sus derechos humanos (69).
En 1978 en su sentencia en el caso «Klass», el Tribunal europeo de derechos humanos consideró que en ese momento las sociedades democráticas estaban amenazadas por formas altamente sofisticadas de espionaje y de terrorismo y que, en consecuencia, el Estado debía ser capaz de llevar a cabo la vigilancia secreta de los elementos subversivos en su jurisdicción. En este sentido, sostuvo que «la existencia de disposiciones legislativas acordando los poderes de vigilancia secreta de la correspondencia, de los envíos postales y de las telecomunicaciones son, ante una situación excepcional, necesarias en una sociedad democrática en atención a la seguridad nacional y/o en la defensa del orden y en la prevención de infracciones penales» (70).
La Corte de Estrasburgo admitió que la orden respecto de la medida de vigilancia secreta y su desarrollo deben ejercerse sin el conocimiento del interesado pues así lo exigen la naturaleza y la lógica misma de la vigilancia secreta. Sin embargo, apuntó que ello no excluye la obligación de respetar tan fielmente como sea posible los valores de una sociedad democrática en los procedimientos de control. «Ello implica, entre otras cosas, que una injerencia del ejecutivo en los derechos de un individuo sea sometida a un control eficaz que debe normalmente asegurar, al menos como último recurso, el acceso al Poder Judicial, pues él ofrece las mejores garantías de independencia, de imparcialidad y de regularidad en el procedimiento» (71) . Aunque «el Tribunal estima en principio deseable que el control sea confiado a un juez, en un campo donde los abusos son potencialmente propicios en casos individuales y podrían entrañar consecuencia perjudiciales para la sociedad democrática en su conjunto», en el caso de especie consideró que «la exclusión del control judicial no transgrede los límites que han de predominar necesariamente en una sociedad democrática» (72). Ello fue así en razón de que la Ley G10 prevé la existencia de un Comité de Parlamentarios -de composición equilibrada y con representación de la oposición- y un Comité Especial G10; además, el derecho interno permite interponer un recurso ante el tribunal constitucional. Cabe retener aquí la fluidez del mecanismo parlamentario alemán y a partir de allí concebir que el fortalecimiento al que apuntáramos en algún momento anterior se presenta como conditio sine qua non para pensar en alguna subrogación en el contralor del ejercicio de los derechos humanos.
Por su parte, el Comité de Derechos Humanos ha entendido que había violación al artículo 19 del Pacto en el caso de un individuo que fue detenido y sometido a duras condiciones de trato por haber ejercido su derecho a la libertad de expresión, atribuyéndosele no haber tenido en cuenta el contexto político del país ni su lucha permanente por la unidad. El Comité consideró «que para proteger una unidad nacional supuestamente vulnerable no era necesario someter al autor (de la petición) a detención, reclusión prolongada ni tratos que violaran el artículo 7. (…) que el legítimo objetivo de salvaguardar, e incluso fortalecer, la unidad nacional en condiciones políticas difíciles no puede alcanzarse tratando de silenciar a los defensores de la demo